domingo, 1 de diciembre de 2013

Lamento del multado

Saben aquell que diu que un tío cruzó el paso de peatones corriendo porque tenía prisa y se le iba a poner rojo el semáforo y al llegar a la acera un policía lo paró, lo saludó, lo sermoneó, escuchó sus infructuosas críticas, oyó sus patéticas súplicas, ignoró sus pueriles pataletas y —por fin regresa el sufrido objeto directo— lo multó: 100 zloty, 25€. Tras lo cual, aquell le dijo al policía:

—Maldito policía cabrón, polaco hijo de la gran puta, gordo tonto calvo, rata de dos patas, miserable carapene retrasado, estúpido cenutrio malparido, y añadiría maricón si no estuviera bastante seguro de que eres un homófobo. Y me callo porque no entiendes nada: apenas hablas inglés, lo justo para ponerles multas a los extranjeros, ¿cómo ibas a hablar otro idioma?

»También me callo porque insultándote salen a la luz todos mis prejuicios y, con ellos, los de mi cultura. ¿Qué culpa tienen los policías de que tú seas parte de ellos? ¿Y los polacos? ¿Y las putas? ¿Y los machos cabríos y las ratas, y los gordos, los pobres, los calvos, los tontos, los feos, los retrasados, los estúpidos, los homosexuales, los abortos y sus sinónimos? Sólo los comparo contigo porque en mi cultura así lo hacemos, por mera convención. Pero no se merecen que los ponga a tu nivel.

»Pero sobre todo me callo porque me siento impotente: no soy capaz de insultarte de verdad. Use el idioma que use, puto policía, diga lo que diga, mis insultos no son más que meras comparaciones, con putas, con gordos, con feos o con quien sea. Y nada de esto se acerca a la finalidad de un insulto de verdad, es decir, ofenderte, afectarte, molestarte profundamente. Quizá si te digo que me cago en tu puta madre, o que ojalá tu mujer te ponga los cuernos, o que así se muera toda tu familia, o que te deseo todo el sufrimiento del mundo, quizá entonces logre desbrozar el inerme campo semántico del insulto. Quizá de este modo consiga desnudar el insulto de referencias a esto o a aquello. Quizá así me acerque a la esencia del insulto, a su núcleo: intranquilizarte, modificarte, conmoverte, agitarte. Es decir, alterarte, cambiarte.

»Jodido policía que me has multado, me callo y me voy porque las palabras no son suficientes para satisfacer el propósito del insulto. Si fuerzo la palabra hasta encontrar el insulto primigenio, me encuentro con el vacío: no es posible alterarte verbalmente. Por más que se intente, el odio puro no se puede expresar con palabras, condenado policía. Al representar el odio con palabras se pierde algo de su esencia (física, material, biológica). La violencia verbal, esa gran invención de la cultura, policía de los cojones, es un puto eufemismo. Sólo me queda, sucio bastardo, alterarte físicamente.

»Me callo y me voy, en fin, porque soy un cobarde y un inconsecuente. Pero con mucha cultura, eso sí.

Paquita la del barrio - Rata de dos patas

lunes, 11 de noviembre de 2013

Las verdaderas historias de Tutaj

"Encontré hoy por la calle, por separado, a dos amigos míos que se habían peleado el uno con el otro. Cada uno de ellos me contó la historia de por qué se habían peleado. Cada uno de ellos me dijo la verdad. Los dos tenían razón. Los dos tenían toda la razón. No era que uno viera una cosa y el otro otra, o que uno viera un lado de las cosas y el otro un lado diferente. No: cada uno veía las cosas exactamente como habían pasado, cada uno las veía con idéntico criterio, pero cada uno veía una cosa diferente, y cada uno, por lo tanto, tenía razón. Me quedé confuso con esta doble existencia de la verdad".
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego.

Tutaj

Vi a Tutaj (pronunciar tutai) por primera vez cuando visité mi nuevo piso, hará cosa de un mes; aunque, claro, entonces aún no sabía su nombre, y aquel era un piso más en la lista. Salimos al pasillo —creo recordar que el agente inmobiliario quería enseñarme el contador de la electricidad— y ahí estaba: parado junto a la baranda de la escalera, examinándonos con curiosidad. Me quise acercar en son de paz, pero se alejó escaleras abajo como un torbellino blanquinegro.

No le presté demasiada atención. En aquel momento la historia del antiguo inquilino del piso me pareció más interesante. Un recién divorciado que se había ido a vivir a Varsovia y que trabajaba como presentador de un programa de televisión polaco. O al menos eso me dijo el agente inmobiliario, muy dispuesto a satisfacer mi curiosidad y todo lo que hiciera falta. También me dijo que era coleccionista: todas las estanterías del piso, demasiadas para apenas veintitantos metros cuadrados, habían estado llenas de fruslerías hasta hacía poco. Pero no me dijo qué atesoraba; supuse que tal grado de cotillería estaba reservado para quien finalmente se quedara con el piso. Cuando curioseaba unos cajones, me encontré un envoltorio de preservativo abierto; el agente se apresuró a pedirme perdón por aquello, pero yo no pude evitar imaginar una suculenta historia de cuernos, traiciones y adulterios polacos. Al despedirnos, mientras bajaba por la escalera, me percaté de algunos indicios de la existencia de Tutaj —unas latas de comida vacías, un plato con agua— que antes me habían pasado desapercibidos, pero ya no volví a verlo.

Nuestro segundo encuentro sucedió de forma parecida y casi en el mismo sitio: tras firmar el contrato y disfrutar de mis primeros minutos de piso nuevo, salí a la escalera y, otra vez, allí me aguardaba Tutaj. Creo que en esta ocasión estaba uno o dos peldaños más arriba. De lo que sí estoy seguro es de que no huyó al aproximarme. Me acerqué lentamente y se dejó acariciar la cabeza, ronroneando en signo de aprobación. A los pocos segundos, oí cómo se abría una puerta en algún piso inferior, y Tutaj salió corriendo escaleras abajo, como ya empezaba a ser habitual en él. ¿Se había escapado de su casa las dos veces que nos habíamos cruzado?

Con todo, no di demasiada importancia a estos encuentros. Otras cosas me preocupaban, como buscar trabajo, limpiar el piso o reencontrarme con la ciudad y algún que otro amigo; incluso la historia del antiguo morador del piso, el presentador de televisión polaco, pasó a un segundo o tercer lugar. Los días pasaron, mi pareja se instaló en el piso, empecé a trabajar, el invierno se iba acercando, etc.; el recuerdo de Tutaj, huella borrosa en la arena, lo borró el leve e imperceptible soplido de la rutina.

Una tarde, regresando a casa, abrí la puerta del edificio y me detuve antes de entrar: a través de la puerta recién abierta, a través del vestíbulo y de sus cinco peldaños sucios y desgastados, a través de la puerta de madera que conecta con el patio, a través de un corto sendero rodeado de césped y de trastos, me miraba Tutaj. Aunque mediaban entre nosotros más de veinte metros, sus pequeños ojos negros se habían clavado en los míos como un anzuelo. Me quedé allí por un buen rato, pasmado en el umbral, inmóvil y con la puerta abierta; no había duda, Tutaj me había estado esperando y en aquel momento consideraba si me permitía alojarme allí o no. Sólo desperté de mi ensueño cuando una vecina quiso entrar al edificio; no entendí qué me dijo la viejita polaca, pero tuve que moverme para dejarla pasar. Cuando volví a mirar hacia el patio, Tutaj había desaparecido con la habilidad habitual de los de su especie. Me acerqué y recorrí todos los rincones de aquel patio destartalado, todos los escondites posibles entre los escombros, pero fue en vano. Quise, mientras buscaba a Tutaj, pensar que todos los patios de Cracovia eran el mismo patio, o, al menos, que todos estaban indefinidamente en obras; pero no tenía derecho a sacar conclusiones, por muy poéticas que fueran: sólo era el segundo patio en obras que conocía en mi breve estancia en la ciudad. Saliendo, vi cómo la señora polaca me observaba por unos instantes desde la ventana del primer piso y me sonreía antes de seguir subiendo. Tutaj, me dije, se había retirado a deliberar el veredicto. Su mirada y su desaparición me impregnaron de curiosidad, y sus negros ojos se habían imprimido en mi retina.

A partir de aquel encuentro, Tutaj pasó a formar parte de la misma rutina que días antes me había borrado su recuerdo. Empecé a encontrármelo, casi cada mañana al ir a trabajar, durmiendo sobre este o aquel felpudo; muchas tardes, al regresar, me seguía escaleras arriba durante unos cuantos peldaños. Parecía que finalmente me había dado permiso para vivir allí, es decir, para entrar en su mundo; mostrarse era su modo de demostrármelo. Sus ausencias pasaron a ser la excepción a la norma e incluso motivo de preocupación. Así pude acabar de completar su fisonomía: sus hipnóticos ojos negros contrastaban con su faz, de un pelaje suave y blanco como, no sé, la nieve, por ejemplo, o la leche. Por encima de los ojos, imán de miradas ajenas y línea divisoria de su rostro, empezaba el pelaje negro carbón, que le cubría todo el lomo, desde sus orejas hasta la cola; por debajo, destacaban una nariz negra y una sonrosada boca. La suciedad habitual en sus pezuñas nos hizo sospechar que era un gato callejero que se había colado en el edificio; sin embargo, su presencia diaria parecía indicar que era el gato de algún vecino.

Hablando de vecinos, fue nuestra vecina, una chica venezolana, llamémosla M, quien nos contó cuál era el nombre de Tutaj. En verdad fue ella misma quien lo bautizó: otros vecinos lo llamaban al grito de ¡tutaj!, ¡tutaj!, que en polaco significa aquí, y así se quedó. También nos corrigió: no podíamos llamarlo Tutaj sino que debíamos llamarla Tutaj. Aprovechando su carácter indolente, cogí en brazos a Tutaj para examinarla y comprobar que M tenía razón; al dejarla en el suelo, mientras le acariciaba la cabeza, le pedí perdón por partida doble: por haberla levantado y por haber dado por supuesto su sexo. Asimismo nos dijo M que Tutaj era libre: vivía en aquel edificio de lo que los vecinos le daban de comer en el rellano, y por su aspecto no pasaba hambre. Además, cuando no estaba en la escalera, lo más probable era que Tutaj estuviera en casa de algún vecino. M, sin ir más lejos, se había encariñado con ella y la acogía en las noches más frías o solitarias.

Pronto empezó a cogernos confianza y a exigirnos permitirnos que la dejáramos entrar en nuestra casa. No pudimos negarnos. Nos sorprendía su seguridad al pasear por el piso; la comodidad con la que se instalaba sobre el sofá, quedándose dormida casi en el acto, demostraba que ya había estado allí antes. Entonces empecé a sospechar que quizá Tutaj había sido víctima del divorcio del presentador polaco, el inquilino que había vivido aquí antes que nosotros. Tutaj debió de ser un regalo de su exmujer o de su suegra, y su presencia le debía de recordar demasiado a una o a otra. O quizá decidió escaparse cuando la convivencia entre el matrimonio llegó a ser insoportable. ¿Podía ser que Tutaj hubiera tenido alguna relación con la misteriosa colección del presentador polaco? ¿Y si ella había sido el motivo de discordia? Sea como fuere, Tutaj estaba la mar de tranquila. No sólo se dejaba acariciar y se tumbaba sobre nuestros regazos, sino que apenas se inmutaba cuando la llamábamos. Era tal su cachaza que llegamos a pensar que estaba sorda: no reaccionaba a ruidos ni silbidos ni palmadas más que cuando sucedían muy cerca de ella. Pero entonces tirábamos una pelota para que saliera corriendo detrás de ella y nos decíamos que, si bien quizá estaba un poco sorda, tampoco era tan perezosa. Es más, a veces incluso nos entretenía: poniendo en entredicho las certitudes de la física, llevaba hasta el límite la elasticidad de su cuerpo gatuno en los rincones más insospechados: entre la pared y el sofá, en el hueco de la nevera, dentro del más pequeño de los cajones, etc. A menudo oíamos sus rasguños en la puerta, afuera, señal de que tenía hambre o de que buscaba compañía. Una tarde no quiso salir de casa y decidió quedarse a pasar la noche, confirmando definitivamente que nos permitía morar allí.

Tutaj sigue siendo una gata libre, pues no le gusta pasar demasiado tiempo encerrada; arañar la puerta es su señal para salir —cuando se harta de nosotros o cuando, como toda señorita, tiene que hacer sus necesidades en el patio destartalado—. Pero igualmente ha pasado a formar parte de nuestro hogar. O, mejor dicho, el nuestro es ahora uno más de sus hogares.

* * *

Fue la misma vecina que me encontré aquel día en el umbral de la puerta, la viejita polaca, quien me suministró más información sobre Tutaj. La vi una tarde poniéndole comida junto a nuestra puerta —contigua a la suya—. Era una de aquellas viejecitas encorvadas y con aire de bruja que abundan en las calles de Cracovia, de pelo corto y canoso, abrigo marrón ajado y la bolsa de la compra siempre colgando de la mano. Le pregunté si Tutaj era su gata. Sonrió: estaba encantada de poder contarme algo, lo que fuera; ya empezaba a rebosar la fuerza rejuvenecedora de los que, no siendo nunca escuchados, reciben una atención repentina. Como respuesta, me contó su historia. Quizá pueda pasar por la prehistoria de mi historia; quizá no sea más que otra versión de la historia de Tutaj.

* * *

Kotek

—Vivo desde hace 19 años en este edificio y trabajo traduciendo del inglés al polaco. Por eso, a mi edad y siendo polaca, hablo inglés, y por esto nos podemos comunicar ahora. Paso mucho tiempo en casa, con mis gatos y mis traducciones, o sea que si algún día necesitas algo no dudes en pasar por aquí. También puedo presentarte a mis queridos gatos, si quieres. Uno se llama Defoe, el otro Swift, ella es Mary Shelley y el último, el más pillín, Chaucer.

»En fin, a lo que iba: poco después de empezar yo a vivir aquí, una familia fue desahuciada en el edificio, la familia de Kotek, o Tutaj, como la llamáis vosotros. A todo esto, ¿sabes qué significa kotek? Es gatita en polaco. Nunca llegué a saber su nombre, así que así la bauticé. Un nombre un poco impersonal, dirás tú; la originalidad no es mi fuerte, pensarás, y quizá no es muy apropiado para una gata que tendrá como mínimo 20 años y es proporcionalmente mucho más anciana que yo, añadirás. Pero ya sabes cómo es de cariñosa, como una gatita... Por cierto, no sé si te habrás fijado, pero es un poco dura de oído. Y tiene problemas para masticar: si no le dais la comida triturada vomitará, tal cual, todo cuanto se trague.

»Bueno, como te decía, los desahucios en Kazimierz y Podgórze, los barrios más poblados por los judíos hasta la Segunda Guerra Mundial, han sido cada vez más habituales desde los noventa. Con la caída del comunismo (otro período de horror), algunas personas se atrevieron a reclamar las posesiones arrebatadas por los nazis a sus familiares, expulsados y/o exterminados en aquellos años horribles. De repente, muchas personas fueron obligadas a abandonar sus pisos porque los propietarios originarios se habían atrevido, tras casi cincuenta años en la sombra, a exigir que les devolvieran lo que era suyo, lo que les habían arrebatado a sus padres, abuelos, tíos, etc. Sabías que vives en el antiguo gueto de Cracovia, ¿no? Ay, señor, esta juventud, ya me lo advertía Kotek... Deberías ver La lista de Schindler y después pasarte por su fábrica, está aquí al lado, y pasear por Plac Bohaterów Getta (la plaza de los héroes del gueto), y a continuación visitar el lugar donde estaba el campo de concentración de Plaszów, no queda mucho ya, lo desmantelaron, apenas la Szary Dom, donde vivía el cabrón de Amon Göth, y un par de placas conmemorativas que pusieron más tarde. ¡Cómo sois de ignorantes los jóvenes! No sólo porque no sabéis, sino porque no podéis ver en la historia más que un cuento. Y reconozco que Kotek tiene razón: cuando se enfría, la historia no es más que un cuento. Hitler o Stalin, con la distancia espacial o temporal adecuada, no son más reales que Oliver Twist, Alicia o Tom Sawyer. Por eso hay que materializar la historia, vincularla a la materia, a la experiencia, porque no es suficiente con saber lo que hicieron los muy cabrones, no sólo hay que imaginárselo, hay que verlo y palparlo, casi vivirlo. Por eso, a mi sobrinita Kasia, la última vez que vino a Cracovia a verme, tal y como me recomendó Kotek, la llevé a la fábrica de Schindler, al museo de historia de la ciudad, a pasear por Plac Bohaterów Getta y Plaszów y, finalmente, a Auschwitz. Cuando acabamos, la llevé a casa de una amiga suya que vivía al lado, en Oswiecim. Al encontrarse, le dijo: "¡por fin hemos vuelto de Auschwitz!". Yo no me lo podía creer. Las agarré y les dije, muy seriamente: "¿sabes lo que acabas de decir? ¿Eres consciente de lo que significan tus palabras? ¡Porque si no sabes qué significan, he perdido el tiempo contigo, no has entendido nada!" Tan sólo eran las palabras de una niña mimada del siglo XXI que estaba hasta los ovarios de pasear por ahí con la pesada de su tía la rarita, que sólo la asustaba con historias turbias y absurdas estadísticas. Pero ¿qué significaban aquellas palabras entonces, en 1945? ¡Entonces tenían un valor completamente diferente! Le dije a Kasia: "el que decía 'por fin he vuelto de Auschwitz' era a la vez la persona más afortunada y la más desgraciada del mundo". Pero ellas, claro, no entendieron nada y se pusieron a llorar. Kotek está en lo cierto: estamos condenados a repetir la historia, a empeorarla, aunque ya no sé si atribuirlo a una ignorancia especial, propia de nuestros tiempos, o a una ignorancia cíclica, inherente al ser humano. Yo nunca había sido tan pesimista, pero esta gata me hizo ver las cosas de otro modo...

»Esto, en fin, los desahucios de los noventa: ya sabes que es imposible hacer justicia, y más a estas alturas, pero a veces hay momentos de excepción en que la ley obliga al gobierno a intervenir, en este caso, a devolver las viviendas a sus propietarios legítimos. Fue el caso de la familia de Kotek. Yo no los conocía, así que no sé cómo llegaron a vivir en aquel piso, y Tutaj nunca me ha hablado de ello. No pongas esa cara de sorpresa: quizá denunciaron vilmente a la familia judía que vivía aquí para apoderarse de su piso, pero lo más probable es que compraran el piso legalmente y que la apropiación de la vivienda la hubieran llevado a cabo los comunistas hace muchos años. Total, que, solucionando una injusticia con 40 o 50 años de retraso, cometen otra injusticia: la familia de Kotek se queda de patitas en la calle. Y así, al cabo de unos meses del desahucio, abrí la puerta de entrada del edificio y me encontré a Kotek de nuevo, en el patio, mirándome fijamente, aún no sabía si expulsada por su familia o fugitiva de su nuevo hogar o, simple y llanamente, sin hogar. Sea como fuere, obtuvo su libertad y comenzó a vagar por el edificio cual ánima en pena, macilenta como un refugiado de guerra.

»Oye, ¿quieres hacerme el favor de entrar en mi casa? Puedo prepararte un té y enseñarte mis gatitos. Pasa, pasa, y ponte cómodo, anda. Kotek ahora no está, pero no te preocupes, que no muerdo. ¿Cómo lo quieres: verde, rojo, negro? ¡Mira cuánta variedad tengo! Junto a los gatos y la literatura inglesa, los tes son mi gran afición. ¡Defoe, Swift, Mary Shelley, Chaucer, venid aquí, que tenemos visita! Bueno, como te decía, en los noventa las cosas no nos iban tan bien como ahora, en Polonia, y la gente necesitaba mil trabajos para poder comer. Si antes, durante la PRL, trabajábamos poco para no tener casi comida, tras 1989 pasamos a trabajar mucho para seguir comiendo poco. Ahora las cosas han mejorado y es más fácil comer, sí, pero en aquellos primeros años de adaptación a la democracia y al capitalismo la gente no estaba por la labor de darle de comer a un gato callejero. ¡Cuánta maldad destapa la miseria! ¡Incluso en épocas de cierta bonanza! ¿Acaso nos enseña algo más la Historia? ¿Acaso nos enseña algo? ¡Qué malos lectores somos todos! Ay, otra vez hablo como Kotek...

»En fin, no te sorprenderá, pues, que resolviera adoptar a Kotek. Pero Kotek es una gata extremadamente independiente. No se acostumbró a estar encerrada en mi casa, y eso que yo le daba toda la libertad del mundo. No llegó a pasar nunca más de una noche seguida aquí. Siempre, por la mañana, me pedía que le abriera la puerta y corría escaleras abajo a hacer sus necesidades al jardín, porque, eso sí, Kotek es muy finita, y no volvía hasta dentro de uno o dos días. Mis gatos suelen asomarse perezosamente a la puerta y, tras mirar con incomprensión cómo Kotek se marcha, dan media vuelta y vuelven a la comodidad del hogar. Pero Kotek no. Ella sabe que la libertad es tan difícil de alcanzar como fácil de perder, por eso se aferra a ella como un náufrago a un madero en el océano. Yo respeto mucho su opinión, así que mis puertas siempre están abiertas para ella. Como habrás podido comprobar, lo están literalmente: siempre dejo la puerta entornada, por si Kotek decide entrar o salir. Incluso llegué a estar un poco enojada con vuestra llegada: ¡las visitas de Kotek son cada vez menos frecuentes! Ya no puedo disfrutar tan a menudo de su grata compañía y su más agradable conversación. Es una pena que no hables bien polaco y no puedas gozar de los coloquios gatunos que mantenemos Kotek, mis gatos y yo. Nos sentamos aquí, en el salón, y charlamos durante horas de los temas más diversos mientras tomamos té con galletitas. Por cierto, ¡qué maleducada soy!, se me había olvidado ofrecerte galletitas. Toma, coge un par, come, que estás muy flaco.

»Yo prefiero hablar de literatura, claro, a ser posible literatura en inglés, pero a Kotek le gustan los temas más serios y profundos. Sus temas favoritos son, aunque te sorprenda, la historia y la política. Nunca he conocido a nadie, ni bípedo ni cuadrúpedo, que pueda hablar por tanto rato como ella: que si la Mancomunidad lituano-polaca y la partición de Polonia, que si la IGM y la independencia y IIGM, y la Guerra Fría, y Solidaridad, y el postcomunismo y la Unión Europea, y Rusia... Se puede pasar horas y horas perorando, y es muy buena con los nombres: Mieszko I, Walesa, Wladyslaw II, la Batalla de Grunwald, Boleslaw I, Pilsudski, 3 Razy Tak, la Ley Marcial, Kazimierz IV, Jaruzelski, etc. Es especialmente buena con la historia de Polonia del siglo XX, que condensa, según ella, el denominador común de los años precedentes: el mal, la violencia y, en resumen, la muerte. Uno no esperaría esto de una gata como ella, porque ha tenido una vida muy trágica y ha sufrido los peores reveses de nuestros últimos años; pero no le importa, es muy valiente y no se calla nada, no le importa recordar ni lo bueno ni lo malo. ¡Ojalá estuviera aquí y pudieras oírla hablar a ella! Es tan buena oradora que ha acabado por contagiarme su concepción extrapesimista del ser humano y la historia, a mí, que era tan optimista: que la historia es una utopía antinatural, que los seres humanos no están preparados para asimilar toda la maldad inherente a la historia, que la historia puede escribirse pero no leerse, o como mucho leerse en diagonal, etc. "Y al final la historia", eso dice Kotek, "no es más que la historia de la muerte: la muerte de animales y de personas, de pueblos y de ciudades, de civilizaciones y de culturas". "¿Quién en su sano juicio pueden soportar tanta muerte?", me soltó Kotek una vez, mientras comía una de mis galletitas del té triturada y mezclada con leche para gatos, para que no la vomitara. "Los gatos, a diferencia de los hombres, somos más consecuentes con nuestra naturaleza y la aceptamos: sólo pensamos en nosotros, como mucho en nuestros familiares directos o en los seres, ratones u hombres o gatos, más cercanos. ¡Por eso tu sobrina no se entera de nada!", me dijo Kotek. "Eso es lo normal. El que sea capaz de entender toda la historia, la historia de la maldad, de vuestra maldad, no será capaz de soportarlo. La naturaleza nos ha protegido de nuestra maldad con este genial mecanismo: la ignorancia, la imposibilidad de comprender."

»¡Cómo habla esta gata! ¡Menuda mala leche nietzscheana gasta! Está claro que este odio a la condición humana y a la historia tiene su origen en su desafortunada biografía: la expulsión de la familia de su hogar, el conflicto con su propia familia (del que, repito, nunca me ha hablado), la dura vida en la calle, el desprecio de la gente, etc. Pero creo que igualmente deberías oírla hablar, es muy carismática: nunca el desprecio ha creado un discurso tan magnético. Sí, sí, normalmente se sienta sobre un cojín, se hace un ovillo y duerme como un angelito, como si le rezara al más gandul y rechoncho de los dioses. Pero eso es porque no le sacáis los temas adecuados. Claro, le decís "¡Tutaj, Tutaj! ¡Ven aquí! ¡Ay, qué gatita tan mona!", y así no hay quien os tome en serio. Vamos a buscarla, y ya verás. Ven, debe de andar por la escalera o por el patio. ¡Kotek! ¡Kooootek! ¿Por dónde corres? ¿Koteeek? ¿Koooootek? ¿Kooooooooteeeeeek?

—¿Tutaj? Tutaj, ¿dónde estás? ¿Tuuutajjjjj?

—¿Koteeeek? ¿Koooootek?

—¿Tutaj?

—¿Kotek?

—¿Tutaj?

domingo, 15 de septiembre de 2013

Nuevos primeros días polacos

"Sabio es aquel que monotoniza su existencia, 
pues así cada pequeño incidente tiene para él el privilegio de la maravilla."
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego.


Día primero: martes 3 de septiembre

Al regresar hace unos días a Cracovia, choqué inesperadamente con el carácter de los polacos. Esta vez me parecieron aún más serios, distantes, ensimismados, enfadados, tristes, callados, que hace un año. Incluso sus ropas me parecieron más grises, beiges, ocres, negras, que hace un año; hasta cuando vestían colores cálidos o vivos, su combinación me parecía más oscura que hace un año.

En el aeropuerto, ayudé a un grupo de catalanes que iba a pasar una semana a Cracovia: cómo comprar los billetes de autobús, dónde comer, dónde salir, etc. Supongo que pillé desprevenido a mi cerebro cuando súbitamente empecé a desempolvar aquellos nombres que parecían condenados, si no al olvido, sí a la mera conmemoración eventual. Lentamente y con dificultad, iban volviendo a mi memoria decenas de bares, calles y monumentos; sin yo haberlas invocado, cientos de anécdotas personales dotaban de un valor incomunicable cada sintagma nominal recuperado. Mientras los catalanes confeccionaban una lista, yo entretejía una historia.

Fue en el autobús donde percibí la —por llamarla de algún modo— distancia cultural con los polacos. Mientras recitaba lugares y consejos al grupo de catalanes, en el autobús reinaba el silencio. Curiosamente, los únicos extranjeros éramos nosotros; todo el resto era polaco. Nuestro tono de voz y el volumen que utilizábamos irritaban visiblemente a los demás, acostumbrados al silencio público; para los oyentes polacos, cuando nos reíamos, nos reíamos de ellos.

Pero ¿por qué me sorprendía una diferencia cultural que ya conocía? Supongo que esta vez ni la emoción ni el miedo de lo nuevo me enturbiaban la mirada, sino que era la nostalgia la que condicionaba mis expectativas. Yo esperaba ser recibido por una Polonia con los brazos abiertos, pero topé, simplemente, con Polonia.

Al menos esta vez no tuve que pedir ayuda para llegar al hostal, sino que me limité a prestarla. Me despedí de los catalanes sin darles mi contacto, pues no quería ni hacer de guía ni, de rebote, tener que compartir mis vivencias pasadas con ellos. A la llegada al hostal no salí a descubrir aquellas calles que ya no eran nuevas: el reencuentro podía esperar hasta el día siguiente. Me instalé en el comedor y aproveché las últimas horas de sol para realizar las primeras llamadas.

Allí estaba, en el mismo hostal que hacía un año, buscando piso como hacía un año, cuando un tipo se sentó frente a mí y empezó a skypear en portugués. Yo seguía a lo mío: casi todos los anuncios estaban caducados o no respondían a mis llamadas. Pero la hiperactividad del portugués me distraía: comía, hablaba por Skype, se levantaba, volvía, bebía, masticaba, hablaba con otros huéspedes, etc. Se hizo tarde para llamar a más pisos, así que me relajé y tomé nota de todo lo que hacía aquel portugués multitarea. Sin embargo, cambiaba de actividad tan rápido que mi cerebro y mi bolígrafo no podían seguir su ritmo; la acción precede al verbo, claramente. Por suerte, recibió una llamada al móvil, contestó y salió de la habitación corriendo.

La calma y la tranquilidad lo cubrieron todo tímidamente, atemorizadas por el posible regreso del terremoto. Oí entonces a una pareja cuchicheando, surgida de la nada que el seísmo portugués había dejado tras de sí; una familia de turcos comía ruidosamente a su lado. Mi atención había quedado huérfana, la normalidad reinaba de nuevo. A falta de entretenimiento, me puse a escribir correos electrónicos para buscar trabajo como profesor de español.

Cuando la puerta se abrió de repente, entró, como un vendaval, el portugués. Toda la habitación fijó los ojos en él, esperando otra ráfaga de hiperactividad. El portugués se sentó al ordenador y se quedó quieto, sin hacer nada más. El movimiento que antes rebosaba ahora escaseaba. Estaba casi inmóvil frente a su portátil: toda su actividad se reducía a mover los ojos y utilizar el mouse. Pero el anterior frenetismo estaba concentrado en el índice de la mano derecha: presionaba el ratón como un poseso. Me levanté para, disimuladamente, confirmar lo que estaba haciendo: jugar al World of Warcraft.

Me fui a dormir admirando el poder de los videojuegos. ¡Con qué facilidad consiguen la atención de todos, incluso de los casos con más déficit de atención! Dejan en ridículo a la publicidad, el arte, la literatura, los políticos, los educadores... Y, por supuesto, a los blogs de cualquier tipo.

Y atardeció y amaneció: día primero. Todavía no: antes de amanecer, fui despertado. Fueron mis compañeros de habitación, unos americanos graciosetes y risueños, borrachos y felices por estar en Cracovia. Me contuve, como buen cristiano: no solté ni una imprecación. Finalmente logré dormirme y, ahora sí, atardeció y amaneció: día primero.


Día segundo: miércoles 4 de septiembre

Me levanté pronto y estruendosamente, para fastidiar en vano a los americanos graciosetes y risueños, que dormían, y quedé con una amiga polaca, casi la única conocida que me quedaba en Cracovia. Me echó una mano y llamó, en perfecto polaco, a varios pisos que me interesaban. Conseguí dos visitas para el jueves y cuatro para el viernes.

Quizá haberme socializado un poco fue lo que hizo que mejorara mi actitud. Cracovia ya no me parecía tan hostil como el día anterior. Sin embargo, el panorama en el hostal era el mismo: el trajín de la familia de turcos, el escándalo del portugués. Así que me fui pronto a la cama.

Atardeció y, sin más complicaciones, amaneció: día segundo.


Tercer día: jueves 5 de septiembre

Anunciar pisos de 20 m^2 es más difícil de lo que parece. Es un arte, y las inmobiliarias lo dominan bien, en Polonia, en España o donde sea. Un ejemplo en tres pasos: al entrar, un hall-cocina (nevera, fogones, lavadora); a la derecha, conecta con el baño; al fondo, con el comedor-habitación (mesa, sofá-cama, armario, ventana). Puro minimalismo.

Otro ejemplo, esta vez en dos tiempos y medio: al entrar, un vestíbulo-cocina comunitario (compartido entre cuatro habitaciones); al frente, el comedor-habitación (cama, armario) con baño anejo. Aquí pasamos del less is more al compartir es vivir.

En el hostal, las cosas no habían cambiado demasiado. En mi lugar habitual estaba sentada una añosa familia: los padres —ya en edad de ser abuelos— y el hijo —bastante mayor que yo—. Agucé el oído para intentar saber de qué hablaban, pero no comprendí nada. Ni siquiera logré identificar el idioma que utilizaban. ¿Por qué no iba y les preguntaba directamente por su lengua? Aquella era una excusa tan buena como cualquiera para entablar conversación. Pero la verdad es que lo último que me apetecía era hablar con un extraño. No es que no quisiera hablar, sino que no quería hablar con un extraño. ¡Qué pereza pasar otra vez por aquel engorroso ritual de conocer a un desconocido!

Sin embargo, cuando la familia se fue, me sentí culpable. Mi conciencia me recriminó no haberlos interpelado. Así que decidí salir a tomar una cerveza, aunque fuera solo: a alguien encontraría con quien hablar. Me fui a la Pijalnia de Kazimierz, el barrio judío. (Más lecciones de polaco: Pijalnia signifca algo así como bebedero, lugar donde beber.) Tras pedir la cerveza miré a mi alrededor: hasta el más borracho del bar estaba acompañado. Iba bebiendo mi cerveza tranquilamente pero no encontraba a ninguna víctima para mis ansias de conversación —aquellos estaban muy acaramelados, los otros muy borrachos, los de más allá sólo hablaban en polaco—. No bastaba con haber salido, tenía que hablar con alguien. Pero cuanto más tiempo pasaba, cuanto más bajaba la cerveza, menos me apetecía hablar con nadie.

—Oye —me dijo alguien en inglés—, tú estás en nuestra habitación, ¿no?

Reconocí aquella voz, gracioseta y risueña, al instante: eran los americanos escandalosos que me habían despertado hacía dos días. Me fui de cañas con ellos y pasé por el aro: me llamo de este modo y de este otro, el año pasado estuve estudiando y trabajando en Cracovia, regreso para trabajar, estoy buscando piso para vivir con mi pareja, que llegará en unos días, etc. Su entusiasmado interés —probablemente circunstancial y falso— contrastaba con mi absoluto desinterés, tanto por su historia como, sobre todo, por la mía. Hablar de mí me aburre, pues ya conozco mi historia. Repetirla es sólo arriesgarse a escuchar los mismos comentarios, las mismas sugerencias. Sólo merece la pena, quizá, escribirla; es decir, trocearla, falsearla, adornarla.

Y así estuvimos hasta que atardeció y amaneció: día tercero.


Día cuarto: viernes 6 de septiembre

También el viernes sucedieron cosas reseñables, cómo no. Entre otras, encontré piso. ¿Cómo, dónde, cuándo? No es realmente interesante...

Y, qué cosas, atardeció y amaneció: día cuarto.


Día quinto: sábado 7 de septiembre

¿Qué haría aquel nuevo primer sábado polaco? ¿Saldría a tomar algo? ¿O me quedaría en mi nuevo piso limpiando? ¿Y no me ocurrieron, como los otros días, anécdotas igualmente dignas de mención? Seguro que mil fruslerías pasaron por delante de mis narices o por dentro de mi cabeza...

Y atardeció y amaneció: día quinto.


Día enésimo: domingo 15 de septiembre

Pero ¿hasta cuándo seguiré contando —numerando y relatando— los días? ¿Cuándo se diluirán, primero en semanas, luego en meses, como los segundos en minutos y los minutos en horas, entrando por fin en el ciclo de la rutina? ¿Cuándo surtirá efecto la píldora de la monotonía, que convierte los días en meros números? ¿Cuándo logrará la repetición —levantarse, cagar, ducharse, desayunar, trabajar, comer, trabajar, ir al gimnasio, cenar, dormir— pulir las aristas que los diferencian, facilitando el necesario olvido de aquellos nuevos primeros días polacos?

Supongo que el tope es variable, pero será sin duda digital: cuando no pueda contar los días con los dedos de las manos, empezará a rodar la rutina. Quizá la rutina empiece a los siete días, como es el caso de Dios; quizá a los diez, o a las dos semanas. ¿Y cuándo volveré a hartarme de ella, de la repetición de los días? ¿Cuándo se amontonarán tantos días iguales hasta necesitar un cambio, un recomenzar a contar?

La rutina es el tiempo circular de la naturaleza a escala humana. Sólo en la rutina pueden existir la felicidad y su reverso tenebroso, el tedio. Y sólo la ilusión del tiempo lineal, la huida hacia adelante en busca de lo nuevo y lo único, puede detener el tedio y permitirnos disfrutar —temporalmente, ilusamente— otra vez de la felicidad.

No sé tú, pero yo necesito combinar los dos ritmos para ir tirando: un período de rutina, otro de cambio, rutina, cambio, rutina-cambio, trabajo-vacaciones, invierno-verano, ciudad-playa, circular-lineal, realidad-ficción...

* * *

Ahora que ya estamos instalados en el piso me parece una aberración escribir sobre aquellos días. Aunque ha pasado sólo una semana, volver a ellos es una infidelidad al olvido.

Y atardeció y amaneció...

sábado, 17 de agosto de 2013

Donde se cuenta lo que sucedió una noche de julio en Barcelona

—Oye, ¿estás bien? —le pregunta M, mi amigo.

La chica llora desconsoladamente: evidentemente, bien no está. Lo que está es despatarrada por el suelo, con las piernas desnudas bajo un corto vestido de verano que sólo aumenta su aspecto de víctima.

—Mujer, ¿qué te pasa? ¿Podemos ayudarte? —insiste M.

La chica le contesta rotundamente: primero, lágrimas de cocodrilo recorriendo sus mejillas hasta juntarse con los mocos; después, un alarido largo y afilado como un cuchillo.

—¿Quieres que llamemos a un taxi? —se empecina M.

Ella se tapa la cara con las manos, se agarra y tira de su pelo rubio y sigue llorando. Son la una de la madrugada y la calle está desierta, aunque pasan coches con cierta frecuencia; obviamente, nadie quiere saber nada de una llorona. Cerca de una farola, a un par de metros, hay unas chanclas verdes. La chica está descalza, y en el lado opuesto a la farola hay un pequeño bolso de mano. Hay más trastos esparcidos alrededor: una barra de labios, un móvil, un pequeño espejo, unos pañuelos y varias bolsitas. Tiene las piernas y los brazos sucios y las plantas de los pies negras. Parece que lleva berreando y retorciéndose por el suelo un buen rato. Si seguimos el rastro de lágrimas, pienso, seguro que nos lleva a la escena del crimen.

—Oye, ¿te ha pasado algo? —le pregunto yo.

La chica, por primera vez, nos dirige una mirada fugaz y sorprendida. La estupidez de la pregunta la ha cogido desprevenida, pero pronto se recupera y sigue llorando.

—Ya ves que no quiere que la ayudemos —le digo a M—. Será mejor que nos vayamos.

—No me jodas —dice M—. No podemos dejarla así aquí.

M, en el fondo, tiene razón. Estamos en medio de l'Eixample de Barcelona y esta chica es carne de cañón. Si la dejamos aquí así, encadenará desgracia tras desgracia, lágrima sobre lágrima, hasta el amanecer.

—Hay que ayudarla: al bien hacer jamás le falta premio —resuelve M.

M, en el fondo, es un idealista. Miro a mi alrededor: aunque Barcelona no llegue a ser una jungla de depredadores, la bondad de M desentona, es de otro tiempo. ¿Quién querría ayudar a una desconocida que llora tirada por la calle? En ese otro tiempo, si es que alguna vez ha existido fuera de nuestra imaginación, M hubiera sido un buen caballero andante. Allí, frente a aquella princesa urbana desconsolada, es don Quijote. Yo, claro, soy Sancho Panza. 

Esta comparación me recuerda que no es la primera vez que don Quijote y su escudero se dedican a desfacer entuertos. Hace unos años, en un tren Barcelona-Girona, Don Quijote y Sancho oyeron cómo el revisor le gritaba a una chica. Don Quijote se levantó para preguntar qué pasaba. La chica nos dijo, casi llorando, que no entendía lo que estaba ocurriendo. Ella no hablaba castellano ni catalán, sólo inglés y chino; el revisor sólo hablaba español. Este nos dijo que había comprado un billete para el sentido contrario, Girona-Barcelona, y que por tanto tenía que pagar otro. La chica dijo que no podía ser, que se habría equivocado, y se puso a llorar.

—¿No puedes aceptar este billete, aunque vaya en sentido opuesto? —le dijo don Quijote.

El interventor se negó de nuevo. ¡Aquello no estaba permitido! Nos dijo que seguiría revisando billetes y que volvería dentro de poco: si no tenía el dinero, se tendría que bajar del tren en la siguiente estación. Don Quijote, con razón, se encolerizó. Aquello no era justo.

—Yo no entiendo de justicia, sólo de normas y de billetes de tren —le dijo el revisor, yendo hacia el siguiente vagón.

Mientras tanto, la chica lloraba como una madalena. Los otros viajeros la miraban desconcertados. ¿Por qué nos tocarían siempre las más lloronas? Al cabo de un rato, el tren llegó a la estación y volvió el revisor. 

—Si no pagas, ¡te bajas! ¿Tú te crees que es normal viajar sin billete? El tren no avanzará hasta que pagues. ¡Ahora voy a buscar a seguridad! ¿Acaso te gustaría que yo hiciera lo mismo en tu país? —añadió, abandonando el vagón.

Pensé que don Quijote, rojo de indignación, le pegaría un lanzazo, pero sólo dijo:

—¡Oigan todos! ¡Si ponemos un euro, medio euro, unos céntimos, lo que tengan, le podremos pagar el billete a esta chica! ¡Y le enseñaremos una lección a este cabrito!

Sacó su cartera y puso una moneda en la mano de Sancho. Este hizo lo mismo y se paseó por el vagón, mientras don Quijote declamaba: 

—¡Ayudad a esta pobre chica! ¿Acaso no os gustaría que os ayudaran si os encontrarais solos en un país desconocido? ¿Qué pensará ella de nosotros si nos quedamos aquí sin mover un brazo?

El sermón de don Quijote funcionó: en pocos minutos teníamos dinero para el billete. Peor aún: nos sobraba dinero. La chica no parecía entender muy bien qué hacíamos, gritando y recolectando monedas. El revisor regresó.

—Aquí tienes tus miserables euros —le soltó don Quijote—. Espero que estés satisfecho.

—Espero que ella aprenda a comportarse cuando salga de su país —nos dijo, dándonos el billete.

Tuvimos que sujetar a don Quijote para que no le soltara una hostia al interventor. Le dimos el billete a la chica, que tenía la cara llena de lágrimas y estupefacción. Como no sabíamos qué hacer con los euros que nos sobraron, también se los dimos. Ella no entendía nada. Se puso la mano en el bolsillo y sacó un billete de diez euros de su cartera; me lo intentó dar. Estábamos en medio del vagón. Antes de que nadie viera nada, le dijimos asustados que se guardara su dinero. ¿Por qué no lo había sacado antes? El tren se puso en marcha. No quisimos preguntar más. No hay nada tan peligroso como desilusionar al que ha sido forzado a mostrar gratitud.

—A ver, deja de pensártelo tanto —me dice M, despertándome de mi ensueño—. Yo voy a ayudarla. Oye —se dirige a la chica, que seguía llorando tirada en el suelo—, ¿qué te ha pasado?

—¿Te han hecho algo?

—¿Te han pegado?

—¿Quieres que llamemos a la policía?

—No, policía no —dice. 

Bingo. La palabra policía ha hecho efecto. La chica tiene acento francés.

—Venga, levántate —le dice M—. ¿Qué te ha pasado?

La chica se intenta levantar, pero cae al suelo y vuelve a llorar...

—Venga, por dios, no pasa nada. ¿Cómo te llamas?

Con nuestra ayuda, logra ponerse de pie. Su nombre también empieza por eme, así que la llamaremos, por ejemplo, Melanie. Está completamente borracha y casi no se mantiene en pie sin nuestra ayuda. Habla una mezcla de español, catalán y francés bastante curiosa; el exceso de alcohol debe de romper las artificiales barreras entre los idiomas. Tendrá alrededor de treinta años. Vive entre Barcelona y Mallorca, dice, y su novio, catalán, la ha dejado esta noche. Así que ni atraco, ni paliza, ni violación, ni asesinato: una simple ruptura era la causante de su desconsuelo. Mientras M se sienta junto a Melanie en el bordillo, intentando averiguar dónde vive exactamente, yo recojo su bolso y los trastos. Una barra de labios, un móvil, un pequeño espejo, unos pañuelos y dos bolsitas. Una tiene pastillas blancas con un pequeño rombo dibujado y la otra tiene un polvo de color blanco. Ahora que sé lo que hay dentro, no me parecen tan pequeñas. Las meto dentro del bolso, junto a unas cuantas monedas que había por allá.

—Vives en Gràcia, vale, pero ¿dónde exactamente? ¿En qué calle?

Melanie no le hace mucho caso a M. Cuando le doy el bolso, comprueba que sus dos bolsas están dentro. Me mira por un instante con la misma expresión de sorpresa que había puesto hace unos minutos, pero pronto vuelve a tener la mirada perdida de una borracha. Entonces coge el móvil y llama a su novio una, dos, tres veces, pero este no responde. Vuelve a llorar. Miro a M con cara de impotencia y, sobre todo, impaciencia.

—Oye, Melanie —le dice M—. Ahora debes olvidarte de tu novio. Es un imbécil, como todos. No es tan grave. Es más importante que te llevemos a casa. Dinos dónde vives y te llevamos en taxi.

Melanie llama dos veces más, y al final el novio responde.

—¿Entonces estás seguro? ¿Me dejas? ¿De verdad? ¿Tirada en medio de la calle? ¿Abandonada como una perra vieja? ¿Me dejas, sí? ¡Merde, eres un cabrón, putain, un fill de puta, un conard, un cerdo, nique ta mère con tu picha corta, enculé de ta race!

Melanie cuelga. Suponemos que, efectivamente, la deja. Tras intentar llamar alguna otra vez, conseguimos que nos dé el nombre de una calle que, dice, está en Gràcia. M se acerca a la carretera para parar un taxi. Melanie hurga compulsivamente en su bolso.

—Tranquila, he puesto dentro todo lo que había en el suelo —le digo.

—Falta algo...

—¿Qué falta?

—Una cosa que tenía... unos... gramos. ¡Tenía cuatro gramos!

Melanie se levanta y vuelve donde la habíamos encontrado. Se pone a cuatro patas y busca. Me acerco y hago lo mismo. No muy lejos, encuentro un buen cogollo de hierba. Más allá, otro poco más. El suelo está lleno de briznas de marihuana. Se los enseño y los recoge como una loca, metiéndolos en el bolso.

—No hay bastante. ¡Tenía cuatro gramos!

A cuatro patas, Melanie es bastante más habilidosa que de pie. Cuando llega el taxi, sigue rastreando el suelo, y ha encontrado bastante material. Sin embargo, no quiere irse:

—¡No! ¡Yo tenía cuatro gramos!

M espera en el coche. No entiende qué narices andamos buscando en la acera.

—Oye, Melanie, hay que subir al taxi. Si para la policía, tendremos problemas...

En el taxi, Melanie llama más veces a su novio mientras nos dirigimos a Gràcia. Delante, el conductor y M buscan en el GPS la calle que nos ha dicho. M olfatea y me echa una mirada: ya sabe lo que buscábamos en la acera.

—Melanie, escucha —le dice M—. La calle que nos has dado no existe.

—Mi novio no existe —responde—. ¡Es un conard! No quiero ir a su casa. ¡Hijo de puta!

Melanie vuelve a llamar. Alguien responde.

—Toma —dice, y me pasa el teléfono.

Es un amigo de Melanie. También tiene acento francés, así que no es el novio catalán. Dice que la llevemos a su casa. A ella le parece bien. La casa del amigo está en la calle de Sants.

El viaje en taxi dura casi tres cuartos de hora. Melanie no tiene un duro: las princesas viajan ligeras de equipaje. Cuando se baja, dando tumbos, hurga en su bolso de nuevo, se gira y se despide de nosotros con la mano y una sonrisa. Al menos ya no llora tanto. El taxista nos consuela: he visto esta historia mil veces, dice.

Pero ¿qué será de Melanie? ¿Hemos evitado que le pase algo? ¿O, por el contrario, hemos gastado dinero para que no sea violada en l'Eixample sino en Sants? ¿Recibirá una paliza por haber perdido parte de su mercancía? ¿O la recibirá directamente de su novio? ¿Se acordará de nosotros cuando mañana vuelva a llamarlo? ¿Existe en realidad el novio? Quizá llegue a leer estas líneas un día y me odie por describirla en una mala noche. En parte, Melanie, es tu culpa: si hubiéramos conocido tu historia, si tantas preguntas tuvieran respuesta, seguramente esto me parecería menos pintoresco.

Cuando el taxi nos devuelve a casa, echamos una ojeada por donde te habíamos encontrado. Ni rastro de tu botín, Melanie. Sólo encontramos tu diadema verde de princesa, a juego con tus chanclas.

M está cansado y un poco decepcionado con nuestra aventura. Yo también. Don Quijote recoge la diadema con su lanza (para Dulcinea) y volvemos a casa.

domingo, 28 de julio de 2013

Oporto o el sosiego

Aunque fui a Oporto sin una idea preconcebida de la ciudad, como un turista cualquiera, necesitaba tener una imagen previa, un estereotipo que constatar al llegar allí. Miento: mis dos amigas portuguesas, las de la entrada de El Duende de Praga, me habían descrito Oporto con una ristra de fabulosos adjetivos, a cual más positivo. Pero, como iba diciendo, todo el mundo sabe que viajar es recordar, reencontrar. La terra incognita, especialmente si se viaja en el siglo XXI, no existe; sólo la reminiscencia platónica.

Los artistas son muy útiles para nutrir nuestro repositorio. Simplifican e imponen su imaginario a los lugares como nadie sabe hacerlo. ¿Acaso es Barcelona, por ejemplo, la bohemia y lujuriosa ciudad que Woody Allen inventó? En su defensa he de decir que, en parte, sí; pero también es la ciudad de Makinavaja, Eduardo Mendoza, Javier Mariscal, Plats Bruts, Peret, Gaudí, Manuel Vázquez Montalbán, por nombrar sólo a unos cuantos. El mérito —o el pecado— de Woody Allen es haber logrado que su imagen prevalezca sobre el resto, convirtiendo Barcelona en Vicky-Cristina-y-finalmente-Barcelona.

Así de rumiante andaba en el avión. El problema es que no iba a Barcelona, sino a Oporto, y mi background portuense era nulo; el portugués no era mucho mejor. Pero hice un pequeño esfuerzo sintetizador e imaginativo y, antes de aterrizar, ya tenía mi imagen previa de Oporto, la cual, además, me servía para cualquier otro sitio: crisis económica y literatura portuguesa. De este modo dejaba mucho de lado —la saudade, el vino, el fado, el fútbol, el Salazarismo, el colonialismo...— pero cuatro días en la ciudad no dan para tanto.

Empecé por lo que me pareció más fácil: la crisis. Y la encontré rápido: en las calles abundaban los vagabundos (siniestro vínculo poético entre abundar y vagabundo) y los carteles y grafitis reivindicativos; las conversaciones de la gente eran, como en España, monotemáticas. También los periódicos daban cuenta de ella. Incluso los museos: en el Centro Português de Fotografia, que exhibía las fotos ganadoras del Prémio de Fotojornalismo 2013, no era muy difícil imaginar cuál iba a ser el tema más habitual.

Oporto ya empezaba a parecerse un poco a lo que unas horas antes había imaginado. Satisfecho con mis hallazgos, me fui a comer, lentamente, unas sardinas acompañadas con vino; después de perderme por las empinadas calles de la ciudad, me monté en un tranvía, que me dio un moroso —y algo accidentado— paseo por la riba del Duero; finalmente me puse a buscar lo que más me interesaba. Y no empecé por Luís de Camoes ni por Eça de Queirós, por falta de interés y porque era demasiado fácil: bastaba con acudir al mapa. Pero vagar sin prisa y sin destino por la ciudad no me ayudaba a encontrar ni rastro de Fernando Pessoa, José Saramago o António Lobo Antunes; sólo me permitía disfrutar con cierta libertad de ella.

Como no topaba con lo esperado, decidí entrar en la Librería Lello, donde mis azarosos andares me habían conducido. Más que una librería es, tal y como ellos se definen, una catedral del libro. Debería ser solamente una catedral: ¿acaso alguien va allí por los libros? Sólo estorban a los visitantes, ansiosos de fotografías harrypottienses —prohibidas constantemente por los gritos de los empleados—. (Yo, por llevar la contraria, adquirí un libro: O Porquinho Pipo, pura vanguardia portuguesa.) Sin embargo, estaban todos los escritores que buscaba, incluso más —Miguel Torga, Gonçalo M. Tavares...—; pero no podía sino sentir que estaba haciendo trampa: yo no quería comprar libros, sino palpar autores.

Por suerte, allí mismo recibí un empujón, una ayudita, que reconduciría mi búsqueda. La pista me la dio un artículo de Enrique Vila-Matas, "Pensando en Oporto" (otra mirada idealizada de la ciudad, evidentemente), imprimido en el piso superior de la librería y que habla, claro, sobre Oporto y sobre la Lello. También decía el artículo que lo que define Oporto es su lentitud. Así que se acabó lo de buscar indicios sobre literatura lusa: yo había venido a encontrarme con la lentitud. Oporto encarna, según Vila-Matas, la calma, la morosidad, la tranquilidad, la cachaza, el sosiego, la pachorra. Yo decidí estar de acuerdo. Aunque no se trata de una lentitud ridícula o que enmascara la pereza, sino de una lentitud antigua, elegante, como la de un viejo aristócrata o la de un papa.

Sólo entonces me di cuenta de que yo ya sabía todo esto. Ya lo había vivido: había andado durante todo el día por Oporto, la patria de la lentitud. Me había perdido por sus empinadas calles —que, con la ayuda de su empedrado, imponen a sus habitantes-escaladores el ritmo que define la ciudad— hasta que llegué a un restaurante de mi gusto. Ya un poco contagiado de la lentitud, tardé varios minutos en decidir qué comer (sardinas). Al viejo camarero le llevó otros tantos traerme el vino (blanco, Arrojo: elegido por el nombre, claro). Pero lo que introduce literalmente la lentitud en el cuerpo de los portuenses son las sardinas, o, más exactamente, el ritual de comer sardinas. Cuando por fin las tienes enfrente, las sardinas —en mi caso asadas sobre una piedra— hay que comerlas despacio, sin prisa, apartando laboriosamente las dichosas espinas, acompañándolas con patatas y un poco de ensalada de pimiento, paladeando cada bocado con un trago de vino blanco. Comer sardinas exige la parsimonia del comensal, quien al tragarlas asimila totalmente, a través del proceso digestivo, la lentitud.

Recordar el incidente del tranvía sólo confirma, marcándola a fuego con una hipérbole, la idea preconcebida de la lentitud inherente a Oporto. Aquella mañana subí a un viejo tranvía, de las primeras décadas del siglo XX, con un grupo de guiris como yo. Avanzábamos lentamente junto al Duero, a velocidad de turista, bajo un cielo de mediodía que estaba muy nublado para ser verano. Pero la brisa alegraba y amansaba a los pasajeros, quienes sacábamos fotos a cada metro recorrido.

El tranvía se detenía a menudo: en un cruce, en un semáforo, en una parada para que subiera más gente. Uno de aquellos descansos se alargaba más de la cuenta. Acostumbrados inconscientemente al ritmo portuense, nadie se extrañó, para nada, hasta que, tras unos cuantos minutos, el conductor tocó la bocina. Una, dos, tres veces. Miraba un poco preocupado hacia adelante y hacia los lados mientras la hacía sonar una cuarta y una quinta vez. Volvió la mirada hacia nosotros, los pasajeros, y se bajó, para nuestro asombro, del tranvía, dejándonos solos.

Entonces saqué la cabeza por la ventana y pude ver cómo un coche mal aparcado impedía, por unos pocos centímetros, el avance del vetusto tranvía. Afortunadamente, nos habíamos detenido a algo menos de un metro del obstáculo. De haber colisionado, el tranvía hubiera salido peor parado que el coche, sin duda. Nuestro conductor intentó abrir la puerta del coche, vacío; luego dio una vuelta alrededor, como buscando una entrada escondida. Volvió a subir con nosotros y tocó la bocina. Bajó otra vez y, con la misma tranquilidad que hasta ahora, se alejó del tranvía hablando con los transeúntes, dejándonos de nuevo allí tirados.

—¿Bueno, qué, lo movemos?

Algunos pasajeros, viendo que el espectáculo no daba ya para más y hartos de esperar (nuestra impaciencia nos delataba como no portugueses), se habían bajado y sacaban fotos del coche. El que hizo la sonada propuesta era, por supuesto, español.

—Venga, ¡que bajen todos los hombres! ¡Vamos a mover el coche!

Lo sorprendente no fue la proposición, sino que la gente empezó a bajarse del tranvía y a tomarlo en serio. No sólo españoles: también naciones algo más civilizadas, como franceses, ingleses, alemanes, italianos, etc.

—¡No seáis cagados! ¡Bajad! ¡Hay que mover el coche si queremos continuar la ruta!

La satisfacción del tipo había ido in crescendo. Se podía notar que estaba orgulloso de que su idea fuera secundada por las demás naciones, más evolucionadas y europeas. Yo también bajé, forzado por las circunstancias.

—No podemos empujarlo porque tiene el freno de mano puesto. Habrá que levantarlo. Pero eso es pan comido para unos hombres como nosotros. ¿Somos hombres o somos niñas? ¿Qué somos, joder?

—¡Hombres! ¡Hombres! —gritamos todos, emocionados. No se podía negar que era un buen orador.

Nos repartimos alrededor del coche. Nos arremangamos las camisas. Las mujeres se arremolinaron excitadas a nuestro entorno, sacándonos fotos. Nos agachamos, manteniendo las espaldas rectas para no dañarnos la espalda.

—¡Vamos, contaré hasta cinco! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco!

Los intermitentes del coche se encendieron cuando estábamos a punto de levantarlo. Nos giramos y el conductor del tranvía se acercaba, sin prisa, con el presunto conductor del coche. Charlaban con naturalidad de fútbol o de política, no pude entender todo lo que decían. El del coche nos sonrió y nos pidió disculpas. Subimos al tranvía cabizbajos, como niños a los que no han dejado salir al recreo. El coche se puso en marcha, maniobró un poco y dejó la vía totalmente libre. Nuestro conductor intercambió unas cuantas palabras con el del coche; ahora sin duda hablaban del tiempo: no hace demasiado bueno, para ser verano. Finalmente subió de nuevo al tranvía y tocó por última vez la bocina. Se giró y nos sonrió pacíficamente. Nos volvíamos a poner en marcha. Desde fuera, el conductor del coche agitaba la mano a nuestro paso, lento pero decidido.

martes, 23 de julio de 2013

Aeropuerto de Cracovia

—¡Odio que me manoseen entera en los controles!

—Ay, sí, chica, qué vergüenza.

—Y qué asco: hasta en las bragas me han registrado. Como si fuéramos terroristas o inmigrantes ilegales.

—Mujer, ya sabes que tienen que hacerlo, es su obligación.

—No sé qué decirte. ¿Acaso no nos ven? ¿No escanean nuestras maletas? ¿Qué se creen, que llevamos droga?

—Y ¿qué me decís de que no me hayan dejado entrar mi champú? ¿Sabéis lo que costaba aquel champú?

—Pero, mujer, si ya sabías que no podías embarcar más de 100ml....

—Sí, eso te lo dicen cuando compras el billete.

—No les hagas caso, chica. ¡No tenían por qué obligarte a tirar tu champú! Ha sido cruel...

—Pues sí. ¿Vosotros sabéis cuánto valía aquel champú? Y, además, cariño, ¡tú no me dijiste nada de los 100ml!

—Yo te dije...

—Tú sólo me dijiste que no se podía subir líquidos. ¡Pero esto era champú!

—Di que sí, nena. ¿Qué se creen estos de Ryanair, que no nos daremos un baño, estando de vacaciones? ¿Que somos unos guarros?

—Vete tú a saber. Son tan low cost... ¡Demasiado!

—En esto estoy de acuerdo, cariño. ¡Capaces son de no darnos de comer!

La cosa sigue, igual de insoportable, durante un buen rato —desde que ellos han llegado—. Dos matrimonios de mediana edad de vacaciones son peores que una guardería entera. A su lado, una chica sentada en posición de loto escucha música con unos cascos rojos. Desde que se han sentado junto a ella, han alterado su paz interior budista; desde entonces, puedo escuchar su música a todo volumen (Crystal Castles); desde que ha comenzado la odiosa conversación, su mirada llena de odio y de superioridad se posa sobre ellos; desde hace cinco minutos, ha sacado una libreta pequeña de su maleta y se ha puesto a dibujar, supongo que para descargar la tensión.

Me levanto y paso disimuladamente por detrás de ella: ha dibujado a dos gallinas conversando con dos asnos. Sonrío y me voy a dar una vuelta por el duty free.

* * *

—Hijo, escucha a esas personas hablar. Presta atención a todo lo que dicen. Compáralo con cómo hablan papá y sus amigos, y compáralo con cómo hablas tú con tus amigos. ¿A qué situación se parece más? Aún eres joven, pero también eres muy listo. La inteligencia puede suplir en parte la experiencia. Y, bueno, si no lo entiendes ahora, lo entenderás pronto, dentro de pocos años.

Me he sentado a dos filas de distancia de los dos matrimonios. Guardo una bolsa con tres botellas de vodka polaco en mi maleta (mi alijo de despedida). La chica de los cascos rojos todavía aguanta junto a ellos, con la mirada llena de desprecio y rabia, pero ya no dibuja. (El arte tiene sus límites terapéuticos.) Entiendo su mosqueo: desde mi sitio, yo también puedo oír la conversación de los dos matrimonios; sin embargo, no comprendo su tozudez. A mi lado, el padre sigue aleccionando a su hijo adolescente.

—Esos dos matrimonios, hijo, esas cuatro personas —continúa—, tienen la misma edad que tu padre. Deben rondar los cincuenta años, como yo. Pero ¡fíjate en cómo hablan! No es sólo de qué hablan, sino cómo lo hacen. Quizá es pronto para ti, puede ser, pero debes empezar a acostumbrarte. Seguro que, en el avión, se sienta cerca de nosotros alguna pareja parecida. O en el autobús, después de aterrizar. El mundo está lleno de ellos, hijo. Son los idiotas. ¿Cómo se llamaba aquel amigo tuyo al que llamabais "tonto del culo"? Pues un idiota es lo mismo que un tonto. Pero estos cuatro son mucho peores que tu amigo. Porque estos cuatro no tienen trece o catorce años. Tu amigo es inocuo, hijo, sólo puede haceros daño a ti y a tus amigos, y ya está. Tu amigo solamente es triste; estos cuatro, en cambio, son idiotas adultos: ellos son peligrosos. No hay nada peor que la vejez ignorante; además, todo el mundo cree que la edad garantiza experiencia y sabiduría, ¡pero en su caso sólo tienen vejez y, como mucho, ilusión de experiencia y de sabiduría! Estas personas son las que toman las decisiones más importantes, hijo, las que gobiernan el mundo, y ¡mira cómo hablan! Se creen inteligentes, elegantes, sabios, pero al hablar emanan estupidez a chorros. Son unos ignorantes, como tu amigo, pero la ignorancia en la vida adulta no tiene perdón. Un adulto idiota es el peor de los criminales, porque la idiotez es impredecible. Pero, si te fijas bien, y si, sobre todo, no eres uno de ellos, se puede detectar. Yo ya no soy un idealista, así que no creo que tenga solución (y sólo otro tonto pensaría que la tontería se puede remediar). Tú aún tienes derecho a ser un utopista, al menos por un tiempo. Mas déjame darte un consejo: ante un tonto y su tontería sólo se puede huir. Un idiota y un listo son dos tontos, a menos que se separen.

La megafonía interrumpe la lección. Nuestra puerta de embarque está abierta. Me vuelvo a levantar y me sitúo delante de los dos matrimonios y de la chica de los cascos rojos, para cambiar de emisora.

* * *

—¡Mira a estos tontos! ¡Llevan casi una hora haciendo cola!

—Sí, vaya pardillos.

—Pues quizá deberíamos ponernos nosotros también.

—Eso, o nos tocará ala.

—O, peor, separados.

—Pero ¿no están numerados los asientos?

—...

—¿Cómo puede ser?

—...

Los cuatro se levantan y se ponen en la cola. La chica de los cascos rojos aún los mira con desprecio.

—¿Por qué no me lo habéis dicho antes?

Están un poco lejos, así que nos quedamos sin escuchar su conversación, aunque hablan a gritos, como buenos turistas españoles. El padre y el hijo ya estaban en la cola, delante de los matrimonios. Miro el reloj: faltan veinticinco minutos para que cierren las puertas. No tengo nada que leer, nada que escuchar, en fin, nada que hacer. Intento escuchar la música de la chica de los cascos rojos, pero el volumen ahora está mucho más bajo. Sin duda, pienso, es una pena que la chica de los cascos rojos no haya podido escuchar el discurso del padre. Se hubieran caído bien. Miro de nuevo hacia la cola: los dos matrimonios ya no son los últimos de la fila: tienen a cuatro o cinco personas detrás.

Al cabo de un rato, aburrido, me levanto y me uno a ellos.

* * *

Llevamos veinte minutos esperando y aún no han dejado embarcar a nadie. La cola es larguísima y ya tengo a tres personas detrás. El hijo se queja a su padre: está harto de esperar. ¿Por qué no subimos ya?, ¿por qué no nos sentamos? Los dos matrimonios discuten: están hasta la coronilla de la espera. ¿Quiénes se han creído que son?, ¿por qué no nos dicen qué pasa?, ¡vamos a llegar a Girona con retraso!, ¡con mucho retraso!, ¡esto es una vergüenza!

La chica de los cascos rojos sigue en el mismo banco en posición de loto. Ahora mira con desprecio a todos los que estamos esperando. La cola entera es algo aborrecible para ella. El aeropuerto al completo le produce vergüenza ajena. Antes oscilaba entre el odio (activo) y la indiferencia (pasiva). Ahora, con la distancia, puede permitirse el lujo de la indiferencia. Tiene una sonrisa felina y parece que sigue escuchando música. Si su mirada no estuviera tan llena de autocomplacencia y de inquina, parecería un Buda.

Cuando me toca embarcar, miro hacia su sitio: ya no está. Espera al final de la cola, a punto de embarcar. Ella es, claro, la última. Avanza victoriosa, sin ninguna prisa, sin perder la compostura. Apenas ha estado de pie, entre nosotros, uno o dos minutos.

Afuera, hago como que me ato los zapatos para quedar el último, justo antes de las azafatas. La chica de los cascos rojos se dirige hacia el avión. Yo voy detrás. Allí nos esperan ya todos. En tres horas estaremos en Girona.

martes, 9 de julio de 2013

Más adioses

1. Balanza

Creo que Polonia no ha dejado una huella lo suficiente grande en estas páginas. No es sólo que no haya escrito bastante, sino que me he dejado muchas cosas por contar.

En un platillo de la balanza están las cosas por contar; en el otro, el derecho, donde pone "archivo del blog", las cosas contadas (esto es, estas entradas). Si la relación entre las cosas por contar y las contadas fuera directa, si fuera tan fácil contar —1, 2, 3, 4, 5...—, si fuera una mera operación verbal —de contar a contado—, la balanza estaría en perfecto equilibrio. Oséase: tantas cosas por contar, tantas cosas contadas: la balanza equilibrada. Quicir: lo que tengo por contar, lo cuento, ya está contado: la balanza equilibrada.

Pero la balanza, por algún motivo —la pereza, la calidad del material por contar, la falta de tiempo, las digresiones, la escasez de talento: aquí nos sobran los motivos—, se inclina hacia la izquierda. Y no levemente, sino totalmente. A este lado, varios quilos por contar; a la derecha, unos pocos gramos contados. Menudo balance.


2. Escoba

Me percaté de este desequilibrio tan trascendental —entre lo contado y lo por contar— hace cosa de un mes, cuando me robaron otro paraguas.

Durante mi estancia en Cracovia, perdí tres paraguas. El primero se extravió en septiembre u octubre de 2012, cuando apenas llevaba unas semanas allí. Era un paraguas pequeño, de apertura automática. Lo compré en un chino, así que no estoy seguro de su nacionalidad: ¿china o polaca? Tampoco sé exactamente cuándo ni dónde lo olvidé, y no importa. La cuestión es que no me di cuenta de ello hasta la próxima vez que lo necesité, a finales de noviembre. Desde aquel momento, el mal tiempo, siempre presente, me acompañó fielmente: ¡qué felicidad, poder prolongar la utilidad del paraguas!

Del segundo paraguas sé más cosas que del primero. Para empezar, sé que lo adquirí algunos días después del solsticio de invierno de 2012. Era un paraguas, pues, posterior al fin del mundo. Era un paraguas posapocalíptico, aunque las doctrinas del fin del mundo poco tengan que ver con el cristianismo. Lo que está claro es que era un paraguas escorpio; esto es, según Google, un paraguas emocional, decidido, poderoso y apasionado. En lo que concierne a su aspecto, era igual que el primer paraguas: pequeño, automático y —añado ahora— de color negro. Su nacionalidad era igualmente problemática. Junto a este paraguas tan peculiar, uno de mis objetos cracovianos favoritos era mi taza del papa Juan Pablo II, que, a diferencia de los paraguas, me la regalaron mis compañeros de piso y era tauro (el papa, no la taza). Tanto la taza de Juan Pablo II como el segundo paraguas fueron buenos taza y paraguas, pero este sólo fue bueno hasta que me lo robaron. De hecho, la taza de Juan Pablo II sigue siendo buena taza y todavía es uno de mis objetos cracovianos favoritos, aunque ya no estemos en Cracovia. El robo del paraguas —circunstancia que terminó abruptamente con nuestra relación— carece de cualquier interés. (Lo dejé en la barra de un bar y, al volver del váter, había desaparecido.)

El robo del tercer paraguas es algo más digno de mención. Fue, además, el desencadenante de esta desequilibrada historia de balanzas, paraguas, tazas y lo que sigue. Voy a obviar su descripción, porque era esencialmente igual a sus predecesores: pequeño, automático, negro, chino/polaco y —añado ahora— insignificante. El robo sucedió tal que así. Hace cosa de un mes, como decía más arriba, dejé el paraguas empapado fuera de casa, junto a la puerta. Volviendo de la universidad me había sorprendido una lluvia de película, entre el diluvio y la tromba; una lluvia, en fin, de metáfora. Entonces desde mi habitación, mientras me cambiaba la ropa mojada, oí cómo unos chavales reían, correteaban y gamberreaban por fuera. Más tarde, cuando preparaba la merienda, curioseaban desde el patio a través de la ventana de mi cocina. Me refugié en mi cuarto para comer y vaguear por Internet; alguno de los chicos golpeó el cristal de mi ventana y luego los oí a todos salir corriendo. Me olvidé de ellos hasta que alguien llamó al timbre. Cuando abrí la puerta, había una escoba; es decir, había una escoba en lugar del paraguas. Era una escoba de bruja: un palo de madera con ramas secas como cepillo.

Aquello era obra de Dobra.


3. Casa

Creo que seremos los últimos inquilinos que habremos vivido en este piso tal y como está ahora. El propietario nos dijo que, al irnos, lo reformaría de arriba a abajo; al piso, con más de cincuenta años de edad, no le vendría mal. Sin embargo, aunque no tiene nada de especial, es una pena que ya nadie lo vuelva a ver jamás. O, mejor dicho, que nadie lo vea como lo hemos visto nosotros. El siguiente intento de descripción —intento fracasado, mejor lo avanzo ya— también puede resultar útil para enmarcar a Dobra.

En nuestro piso reinaba la cochambre. A la cocina, sinécdoque del hogar, centro neurálgico del piso y de la suciedad, la llamábamos cochina. (Aludiendo a ella inconscientemente, mis alumnos de español pronunciaban cochina cuando querían decir cocina. ¡Qué duro resultaba corregir este tierno error!) Los platos sucios, apilados en la pila, sobre la mesa o tirados por la encimera, junto a los grasientos fogones y la basura, siempre hasta arriba, le daban su olor habitual. ¡Cómo echaré de menos las botellas vacías de vodka y de cerveza que el paso de los días sedimentaba!

Lógicamente, no podía ser menos, siempre faltaba de todo, incluso lo más básico. Y la ausencia siempre salía a relucir en el peor momento: no hay papel de váter cuando ya has cagado, no tenemos sal porque ya has puesto el agua a hervir, no falta champú hasta que no estás bajo la ducha, al calentarse la leche desaparecen las galletas...

No me interpretes mal: no era por pereza, sino por costumbre. ¡Qué difícil nos parecía volver a comprar y a limpiar!

Los obreros que habían de arreglar el patio también eran seres de costumbres. Uno se acostumbra rápidamente, y bien acostumbrado todo pasa más rápido: de octubre de 2012 a julio de 2013 con el patio hecho unos zorros, ruinoso y lleno de porquería. (Pero no puedo criticarles: yo también tengo todavía muchas cosas por contar.) Además, ¿cómo hubiera lucido un patio pulcro y ordenado a través de la ventana de nuestra cochina? Era un placer de la coherencia sentarse a desayunar mientras se contemplaba el paisaje: un columpio oxidado y una hormigonera entre escombros, rodeados por hoyos de dos metros de profundidad. ¿Y qué haría Dobra sin este patio-campo de batalla? ¿Dónde pasearía a su perro? ¿Dónde planearía sus trastadas?

La armonía entre el interior y el exterior, entre cochina y patio, iba todavía más allá: los basureros, encargados de vaciar semanalmente los tres contenedores del patio, hacían huelgas esporádicas pero de hasta dos o tres semanas. Creo que protestaban porque había demasiada suciedad. Así que la basura —incluida la nuestra, cuando la sacábamos— se mezclaba con los escombros. Las palomas, moscas, arañas, mosquitos, ratas y otros animales se sentían como en casa. Dobra encontraba todos los objetos que necesitaba para sus diabluras. Las barreras entre cochina y patio se difuminaban o, en otras palabras, la cochina, eufórica y prosopopéyica, invadía el patio. Y nosotros, encantados, por qué no, la seguíamos: ¡qué suerte poder hacer una barbacoa o tomar una cerveza en nuestro patio!


4. Dudas

¿Te ha gustado, lector, esta completísima descripción de mi antiguo hogar? Te preguntarás: ¿acaso sólo recuerdo de mi piso su suciedad? O: ¿tenía yo una habitación propia? ¿Con quién vivía? Etcétera.

Pero no hay más tiempo que perder en nimiedades: ya ha llegado el turno de Dobra.

Mas aún tengo un resquemor que me lo impide. Hace sólo tres o cuatro días que no estoy en Cracovia y sigo hablando, o escribiendo, sobre la ciudad, sus habitantes o los objetos que la invocan. Pienso: ¿no es un poco triste, y un poco exagerada, la melancolía que subyace esta súbita ansia de contar? Sigo reflexionando: ¿no es un poco cliché, y un tanto histriónico y/o histérico, el típico síndrome posErasmus que —imagino— está en la raíz de esta languidez? Y dale con las cavilaciones: ¿no es deshonesto escribir sobre allí pero desde aquí? Etc., etc.

No sé. Dejemos que los expertos opinen sobre el tema y, de momento, vamos a seguir echando peso sobre el platillo derecho.


5. Dobra

Dobra era nuestra vecina, una chica de unos doce o trece años. Medía casi 1,70m y estaba rolliza; tenía unos mofletes prominentes y el pelo rubio recogido —o más bien escondido— en una coleta. Aunque todos los miembros de su pandilla eran chicos, ella era la líder. Ninguno de sus amigos tenía más ovarios que ella. Sus actividades favoritas eran hacer travesuras, ir en monopatín, jugar entre los escombros del patio de nuestro piso, fumar a escondidas, pegar a niños, hacer pellas, incordiar a los vecinos y pasear a su perro. A menudo hacía dos cosas a la vez: pellizcar a niños mientras hacía pellas, robar dulces en la tienda del barrio mientras hacía pellas, incordiar a los vecinos mientras hacía pellas, etc.

La llamábamos Dobra porque una noche, al entrar en el portal de casa, su rostro emergió de la oscuridad de la puerta del patio y habló: ¡Dobry!, dijo, que es algo así como buenas en español. Su blanca cara de pan, como la luna sobre las tinieblas, aquella cara de anciana enloquecida que yo aún no asociaba con la traviesa vecinita, me heló la sangre. Dobra captó mi miedo, se rió y desapareció en el patio. Sólo entonces reaccioné: ¡Dzien dobry!, ¡buenos días!, contesté, como para espantar un mal espíritu. Desde entonces, siempre que nos veía, a mí o a mis compañeros de piso, nos saludaba con un efusivo ¡dobry!, haciendo honor al nombre que le habíamos puesto.

Imagínate a Dobra como una pícara en toda regla. De aquí para allá constantemente, sin amo alguno pero no por eso menos granuja. Además, con un séquito de jóvenes pillos, maleantes en potencia. Imagínatela también dotada de una imaginación desbordante, viviendo aventuras en mundos fantásticos entre los escombros del patio. Algo así como una mezcla de picardía e imaginación, una especie de Alfanhuí en versión femenina.

Pero, a diferencia de Alfanhuí, Dobra tenía un poco de maldad. Elegía las noches de lluvia para asustarnos. Cuando estábamos todos reunidos en la cocina y la música, al acabar la canción, se detenía, unos nudillos llamaban a la puerta. Toc, toc. Entonces la siguiente canción sonaba y nadie decía nada. Cuando se volvía a interrumpir la música, volvían a llamar: toc, toc, toc. Un escalofrío recorría nuestras nucas. Al final alguien se levantaba e iba a la puerta. La abría y no había nadie. Se oían carcajadas y correteos escaleras arriba. En el pasillo, frente a la puerta, había siempre un regalo de Dobra: una escoba, un muñeco de peluche, una silla rota, una bandera de Polonia, o cualquier chorrada robada a algún vecino.

Esta vez había un paraguas pequeño, automático, negro, insignificante y —añado ahora— roto.

miércoles, 26 de junio de 2013

El señor de las moscas

"Vosotras, las familiares,
inevitables golosas,
vosotras, moscas vulgares,
me evocáis todas las cosas."
Antonio Machado, "Las moscas".


En una entrada pasada decidí que, como buen artista en ciernes, tenía que buscarme un objeto particular para exprimir en mi arte —esto es, aquí—. La repetición de este motivo caracterizaría mi obra, haciéndola reconocible al instante. Además, cuando me fallara la imaginación, siempre podría volver a él, para explotar mi sello personal hasta hartar al personal. Se me olvidaba decir que también serviría para expresar algo: mis inquietudes, mi personalidad, mi angustia, el dolor inherente a la existencia o qué sé yo, ya se verá. En resumen, era una decisión a la vez artística y publicitaria: expresar, exprimir, explotar, en este orden o en el que sea.

Es el caso de los relojes de queso fundido de Salvador Dalí. O la luna, el agua, los cuchillos y los gitanos en Federico García Lorca (o al menos eso nos contaban en el instituto). Claude Monet tenía sus nenúfares; Witold Gombrowicz, los dedos acusadores y las máscaras, y Woody Allen a los neuróticos. La nariz y otras protuberancias en François Rabelais y Laurence Sterne, los arrojados toreros en Ernest Hemingway, los pecadores en Dante. Etcétera.

¿Qué podía elegir yo? Miré por la ventana y, pues, por ejemplo, la nieve, que todo lo invadía; tampoco había muchas más opciones a mano. En verdad no es lo más original del mundo, pero tiene una riqueza de significados que nada debería de envidiar a los motivos de los demás.

No obstante, si repasas las últimas publicaciones, si buscas la palabra nieve en el blog, verás que sólo aparece en una entrada, la aludida e hipervinculada "Foto en blanco". Un buen asistente de marketing diría que he de mejorar la imagen de mi marca, darle vueltas a la nieve como objeto artístico, concentrarme en ella para que el lector-espectador pueda asociarnos fácilmente. Que lo sepa todo el mundo: yo soy la nieve, igual que Lorca es la luna, Petrarca es Laura y Dante es Beatriz —o al revés, nunca me acuerdo—, Rabelais las narices, Lacoste el cocodrilo, la manzana Apple, la esvástica el nazismo, la hoz y el martillo el comunismo, etc.

Pero es más fácil escribir una poética que aplicarla. Sobre todo si cuando miras por la ventana resulta que el verano ya ha llegado y que en Cracovia las temperaturas superan los 35ºC y el sol brilla. ¿Qué ha sido de mi querida nieve? ¿En qué he malgastado mi preciado tiempo de artista? ¿Por qué no habré hecho los deberes? ¿Y qué será ahora de mi carrera artística sin un motivo distintivo? ¡Horror...!

Sin embargo, pensándolo mejor, no sólo los nenúfares y las amapolas de Monet no pudieron ser explotados en todas las estaciones, sino que todo paisajista ha de currar también en otoño, invierno y primavera. El bueno de Claude fue así de pragmático: durante el verano pinto nenúfares y el resto del año, por ejemplo, catedrales y bailarinas. Así que ¿por qué no tener varios motivos con los que trabajar? Sólo necesito uno nuevo, uno que complemente a la caducifolia nieve.

Las soluciones que andan muy lejos no son soluciones: miro de nuevo por la ventana. Calor asfixiante, cielo despejado, viento ardiente y casi inmóvil, árboles estallando en verde, gente paseando con ropa veraniega... La tentación de ser el artista de lo meteorológico es fuerte. ¿Podría ser yo el bardo climático? ¿Dedicarme a cantar las inflexiones temporales? El cielo ennegrecido será el presagio infausto; el día soleado, la felicidad; la lluvia, la depresión; la tormenta, la pasión, etc. Además, la nieve ya es parte de mi repertorio...

Pero ¿qué pasa con la originalidad? ¿Acaso no son todos los artistas asimismo meteorólogos? Pintar, describir o fotografiar un paisaje es hacer el p-arte meteorológico. Supongo que todos han hecho lo mismo: mirar por la ventana y, ¡ale, qué originales!, manos a la obra.

Así que aplicamos de nuevo la fórmula (recién inventada y que, dicho sea de paso, probablemente sólo enmascare la tradicional pereza): una solución no puede andar muy lejos si queremos que sea solución. Esta vez ni tan sólo miramos afuera, sino adentro. Pero no demasiado, no hacia el yo —para qué acercarse o alejarse: el yo es omnipresente—, sino entre él y las gruesas paredes que nos separan del mundo. Nuestra habitación —repito: sinécdoque del yo— es un microclima: humedad y un fresco que contrasta con el tórrido exterior, ropa tendida que nunca se seca y un edredón cubriendo la cama —información que te sorprendería, lector, si no estuvieras al tanto del enclave climático donde nos hallamos—, cuatro libros de texto para enseñar español, mi portátil, etc. Y entre todo este leve desorden está, casi se me olvida, nuestra solución.

Decenas de soluciones revolotean cada día como locas por la habitación, desde que el verano les ha dado permiso. Cuanto más gordas, primas inocuas del tábano, más ruidosas, tontas y molestas; cuanto más pequeñas, más escurridizas, inalcanzables como un deseo pero inseparables como una sombra. Sus vidas son breves, pero se las arreglan para que su zumbido sea cada año la auténtica canción del verano. Su omnipresencia, sus omnipresencias, rivalizan con la nuestra y con la de Dios.

Igual que la nieve, este motivo artístico no es el más original; de hecho, el imaginario occidental, por sus alas y su color negro, o por sus gustos algo escatológicos, o por esa manía tan suya de transmitir enfermedades, las vincula al demonio, la muerte o el mal agüero. Pero ¿qué sabemos en realidad nosotros de ellas?

No sé nada de vosotras. Sólo que voláis alborotadamente alrededor de la lámpara que preside e ilumina mi cuarto, como si fuera el astro en derredor del cual gravitáis. Y que a menudo nos concedéis el placer de ser vuestro objeto de acoso. En todas las habitaciones de la ciudad se repite el mismo cuadro, la misma escena casi ritual. A cada segundo que pasa, uno de nosotros tiene la suerte de llamar vuestra atención. Desde ahora seréis mi objeto artístico, esta es mi pequeña venganza u homenaje. Sois mi más enigmática compañía; sois inútiles, mudas y repetitivas como pedruscos. Sois más antiguas que nosotros y, sin embargo, seguís siendo un acertijo cuya resolución no nos importa. Sólo nos interesa de vosotras vuestra ausencia. No queremos entenderos sino eliminaros. Embestís unas contra otras, no sé si por diversión o aversión. ¿Es posible que sintáis unas por las otras la misma repulsa, el mismo asco, que a nosotros nos provocáis? Ni lo sabemos ni nos importa. Sólo nos interesáis, repito, como carencia.

En todo caso, no hace falta ser un genio para darse cuenta de que sois el motivo idóneo de mi arte. A vosotras y a la nieve consagraré mi obra; vosotras conformaréis mi sello personal. Como la nieve, en raras ocasiones suscitáis interés. Por eso suscitáis mi interés. Os fotografiaré, pintaré o describiré hasta que consiga revelar vuestros porqués desconocidos. Y si no sirve, no lo dudéis, os torturaré. La humanidad ha dedicado muchos recursos a destruiros o ahuyentaros. Probaré en vosotras la efectividad de cada uno de sus inventos: vaciaré aerosoles, blandiré matamoscas. Preguntaré a Google cuáles son los métodos más extravagantes y todos los sufriréis. Colgaré de vuestra preciada lámpara una cinta adhesiva donde os quedaréis pegadas y agonizaréis en masa, formando una necrópolis díptera. Experimentaré un ignoto placer al oír vuestros agonizantes zumbidos. Cuando logre abatir a una de vosotras, bailaré jubilosamente alrededor de su cadáver. Hasta que, malditas moscas, me reveléis vuestros secretos u os extingáis.