sábado, 17 de agosto de 2013

Donde se cuenta lo que sucedió una noche de julio en Barcelona

—Oye, ¿estás bien? —le pregunta M, mi amigo.

La chica llora desconsoladamente: evidentemente, bien no está. Lo que está es despatarrada por el suelo, con las piernas desnudas bajo un corto vestido de verano que sólo aumenta su aspecto de víctima.

—Mujer, ¿qué te pasa? ¿Podemos ayudarte? —insiste M.

La chica le contesta rotundamente: primero, lágrimas de cocodrilo recorriendo sus mejillas hasta juntarse con los mocos; después, un alarido largo y afilado como un cuchillo.

—¿Quieres que llamemos a un taxi? —se empecina M.

Ella se tapa la cara con las manos, se agarra y tira de su pelo rubio y sigue llorando. Son la una de la madrugada y la calle está desierta, aunque pasan coches con cierta frecuencia; obviamente, nadie quiere saber nada de una llorona. Cerca de una farola, a un par de metros, hay unas chanclas verdes. La chica está descalza, y en el lado opuesto a la farola hay un pequeño bolso de mano. Hay más trastos esparcidos alrededor: una barra de labios, un móvil, un pequeño espejo, unos pañuelos y varias bolsitas. Tiene las piernas y los brazos sucios y las plantas de los pies negras. Parece que lleva berreando y retorciéndose por el suelo un buen rato. Si seguimos el rastro de lágrimas, pienso, seguro que nos lleva a la escena del crimen.

—Oye, ¿te ha pasado algo? —le pregunto yo.

La chica, por primera vez, nos dirige una mirada fugaz y sorprendida. La estupidez de la pregunta la ha cogido desprevenida, pero pronto se recupera y sigue llorando.

—Ya ves que no quiere que la ayudemos —le digo a M—. Será mejor que nos vayamos.

—No me jodas —dice M—. No podemos dejarla así aquí.

M, en el fondo, tiene razón. Estamos en medio de l'Eixample de Barcelona y esta chica es carne de cañón. Si la dejamos aquí así, encadenará desgracia tras desgracia, lágrima sobre lágrima, hasta el amanecer.

—Hay que ayudarla: al bien hacer jamás le falta premio —resuelve M.

M, en el fondo, es un idealista. Miro a mi alrededor: aunque Barcelona no llegue a ser una jungla de depredadores, la bondad de M desentona, es de otro tiempo. ¿Quién querría ayudar a una desconocida que llora tirada por la calle? En ese otro tiempo, si es que alguna vez ha existido fuera de nuestra imaginación, M hubiera sido un buen caballero andante. Allí, frente a aquella princesa urbana desconsolada, es don Quijote. Yo, claro, soy Sancho Panza. 

Esta comparación me recuerda que no es la primera vez que don Quijote y su escudero se dedican a desfacer entuertos. Hace unos años, en un tren Barcelona-Girona, Don Quijote y Sancho oyeron cómo el revisor le gritaba a una chica. Don Quijote se levantó para preguntar qué pasaba. La chica nos dijo, casi llorando, que no entendía lo que estaba ocurriendo. Ella no hablaba castellano ni catalán, sólo inglés y chino; el revisor sólo hablaba español. Este nos dijo que había comprado un billete para el sentido contrario, Girona-Barcelona, y que por tanto tenía que pagar otro. La chica dijo que no podía ser, que se habría equivocado, y se puso a llorar.

—¿No puedes aceptar este billete, aunque vaya en sentido opuesto? —le dijo don Quijote.

El interventor se negó de nuevo. ¡Aquello no estaba permitido! Nos dijo que seguiría revisando billetes y que volvería dentro de poco: si no tenía el dinero, se tendría que bajar del tren en la siguiente estación. Don Quijote, con razón, se encolerizó. Aquello no era justo.

—Yo no entiendo de justicia, sólo de normas y de billetes de tren —le dijo el revisor, yendo hacia el siguiente vagón.

Mientras tanto, la chica lloraba como una madalena. Los otros viajeros la miraban desconcertados. ¿Por qué nos tocarían siempre las más lloronas? Al cabo de un rato, el tren llegó a la estación y volvió el revisor. 

—Si no pagas, ¡te bajas! ¿Tú te crees que es normal viajar sin billete? El tren no avanzará hasta que pagues. ¡Ahora voy a buscar a seguridad! ¿Acaso te gustaría que yo hiciera lo mismo en tu país? —añadió, abandonando el vagón.

Pensé que don Quijote, rojo de indignación, le pegaría un lanzazo, pero sólo dijo:

—¡Oigan todos! ¡Si ponemos un euro, medio euro, unos céntimos, lo que tengan, le podremos pagar el billete a esta chica! ¡Y le enseñaremos una lección a este cabrito!

Sacó su cartera y puso una moneda en la mano de Sancho. Este hizo lo mismo y se paseó por el vagón, mientras don Quijote declamaba: 

—¡Ayudad a esta pobre chica! ¿Acaso no os gustaría que os ayudaran si os encontrarais solos en un país desconocido? ¿Qué pensará ella de nosotros si nos quedamos aquí sin mover un brazo?

El sermón de don Quijote funcionó: en pocos minutos teníamos dinero para el billete. Peor aún: nos sobraba dinero. La chica no parecía entender muy bien qué hacíamos, gritando y recolectando monedas. El revisor regresó.

—Aquí tienes tus miserables euros —le soltó don Quijote—. Espero que estés satisfecho.

—Espero que ella aprenda a comportarse cuando salga de su país —nos dijo, dándonos el billete.

Tuvimos que sujetar a don Quijote para que no le soltara una hostia al interventor. Le dimos el billete a la chica, que tenía la cara llena de lágrimas y estupefacción. Como no sabíamos qué hacer con los euros que nos sobraron, también se los dimos. Ella no entendía nada. Se puso la mano en el bolsillo y sacó un billete de diez euros de su cartera; me lo intentó dar. Estábamos en medio del vagón. Antes de que nadie viera nada, le dijimos asustados que se guardara su dinero. ¿Por qué no lo había sacado antes? El tren se puso en marcha. No quisimos preguntar más. No hay nada tan peligroso como desilusionar al que ha sido forzado a mostrar gratitud.

—A ver, deja de pensártelo tanto —me dice M, despertándome de mi ensueño—. Yo voy a ayudarla. Oye —se dirige a la chica, que seguía llorando tirada en el suelo—, ¿qué te ha pasado?

—¿Te han hecho algo?

—¿Te han pegado?

—¿Quieres que llamemos a la policía?

—No, policía no —dice. 

Bingo. La palabra policía ha hecho efecto. La chica tiene acento francés.

—Venga, levántate —le dice M—. ¿Qué te ha pasado?

La chica se intenta levantar, pero cae al suelo y vuelve a llorar...

—Venga, por dios, no pasa nada. ¿Cómo te llamas?

Con nuestra ayuda, logra ponerse de pie. Su nombre también empieza por eme, así que la llamaremos, por ejemplo, Melanie. Está completamente borracha y casi no se mantiene en pie sin nuestra ayuda. Habla una mezcla de español, catalán y francés bastante curiosa; el exceso de alcohol debe de romper las artificiales barreras entre los idiomas. Tendrá alrededor de treinta años. Vive entre Barcelona y Mallorca, dice, y su novio, catalán, la ha dejado esta noche. Así que ni atraco, ni paliza, ni violación, ni asesinato: una simple ruptura era la causante de su desconsuelo. Mientras M se sienta junto a Melanie en el bordillo, intentando averiguar dónde vive exactamente, yo recojo su bolso y los trastos. Una barra de labios, un móvil, un pequeño espejo, unos pañuelos y dos bolsitas. Una tiene pastillas blancas con un pequeño rombo dibujado y la otra tiene un polvo de color blanco. Ahora que sé lo que hay dentro, no me parecen tan pequeñas. Las meto dentro del bolso, junto a unas cuantas monedas que había por allá.

—Vives en Gràcia, vale, pero ¿dónde exactamente? ¿En qué calle?

Melanie no le hace mucho caso a M. Cuando le doy el bolso, comprueba que sus dos bolsas están dentro. Me mira por un instante con la misma expresión de sorpresa que había puesto hace unos minutos, pero pronto vuelve a tener la mirada perdida de una borracha. Entonces coge el móvil y llama a su novio una, dos, tres veces, pero este no responde. Vuelve a llorar. Miro a M con cara de impotencia y, sobre todo, impaciencia.

—Oye, Melanie —le dice M—. Ahora debes olvidarte de tu novio. Es un imbécil, como todos. No es tan grave. Es más importante que te llevemos a casa. Dinos dónde vives y te llevamos en taxi.

Melanie llama dos veces más, y al final el novio responde.

—¿Entonces estás seguro? ¿Me dejas? ¿De verdad? ¿Tirada en medio de la calle? ¿Abandonada como una perra vieja? ¿Me dejas, sí? ¡Merde, eres un cabrón, putain, un fill de puta, un conard, un cerdo, nique ta mère con tu picha corta, enculé de ta race!

Melanie cuelga. Suponemos que, efectivamente, la deja. Tras intentar llamar alguna otra vez, conseguimos que nos dé el nombre de una calle que, dice, está en Gràcia. M se acerca a la carretera para parar un taxi. Melanie hurga compulsivamente en su bolso.

—Tranquila, he puesto dentro todo lo que había en el suelo —le digo.

—Falta algo...

—¿Qué falta?

—Una cosa que tenía... unos... gramos. ¡Tenía cuatro gramos!

Melanie se levanta y vuelve donde la habíamos encontrado. Se pone a cuatro patas y busca. Me acerco y hago lo mismo. No muy lejos, encuentro un buen cogollo de hierba. Más allá, otro poco más. El suelo está lleno de briznas de marihuana. Se los enseño y los recoge como una loca, metiéndolos en el bolso.

—No hay bastante. ¡Tenía cuatro gramos!

A cuatro patas, Melanie es bastante más habilidosa que de pie. Cuando llega el taxi, sigue rastreando el suelo, y ha encontrado bastante material. Sin embargo, no quiere irse:

—¡No! ¡Yo tenía cuatro gramos!

M espera en el coche. No entiende qué narices andamos buscando en la acera.

—Oye, Melanie, hay que subir al taxi. Si para la policía, tendremos problemas...

En el taxi, Melanie llama más veces a su novio mientras nos dirigimos a Gràcia. Delante, el conductor y M buscan en el GPS la calle que nos ha dicho. M olfatea y me echa una mirada: ya sabe lo que buscábamos en la acera.

—Melanie, escucha —le dice M—. La calle que nos has dado no existe.

—Mi novio no existe —responde—. ¡Es un conard! No quiero ir a su casa. ¡Hijo de puta!

Melanie vuelve a llamar. Alguien responde.

—Toma —dice, y me pasa el teléfono.

Es un amigo de Melanie. También tiene acento francés, así que no es el novio catalán. Dice que la llevemos a su casa. A ella le parece bien. La casa del amigo está en la calle de Sants.

El viaje en taxi dura casi tres cuartos de hora. Melanie no tiene un duro: las princesas viajan ligeras de equipaje. Cuando se baja, dando tumbos, hurga en su bolso de nuevo, se gira y se despide de nosotros con la mano y una sonrisa. Al menos ya no llora tanto. El taxista nos consuela: he visto esta historia mil veces, dice.

Pero ¿qué será de Melanie? ¿Hemos evitado que le pase algo? ¿O, por el contrario, hemos gastado dinero para que no sea violada en l'Eixample sino en Sants? ¿Recibirá una paliza por haber perdido parte de su mercancía? ¿O la recibirá directamente de su novio? ¿Se acordará de nosotros cuando mañana vuelva a llamarlo? ¿Existe en realidad el novio? Quizá llegue a leer estas líneas un día y me odie por describirla en una mala noche. En parte, Melanie, es tu culpa: si hubiéramos conocido tu historia, si tantas preguntas tuvieran respuesta, seguramente esto me parecería menos pintoresco.

Cuando el taxi nos devuelve a casa, echamos una ojeada por donde te habíamos encontrado. Ni rastro de tu botín, Melanie. Sólo encontramos tu diadema verde de princesa, a juego con tus chanclas.

M está cansado y un poco decepcionado con nuestra aventura. Yo también. Don Quijote recoge la diadema con su lanza (para Dulcinea) y volvemos a casa.