jueves, 24 de diciembre de 2015

Confranconopasaba

1. La frase

Hay dos maneras de utilizar la frase "Esto con Franco no pasaba", aunque sólo se suele usar una de ellas.

Para un hablante objetivo e imparcial, parece que la frase se podría pronunciar en un contexto cualquiera, siempre que cumpliera un único requisito: que la situación fuera impensable durante el franquismo. Por ejemplo, un domingo de elecciones, un votante deposita el sobre dentro de la urna y dice "Esto con Franco no pasaba", ya que efectivamente en la España de Franco no existía el sufragio. O uno de los asistentes a una manifestación exclama "Esto con Franco no pasaba", porque la policía no disuelve violentamente la protesta, como solían hacer los grises desde sus caballos, porras en mano.

Pero este primer uso, aparentemente neutro, constatativo, de la frase "Esto con Franco no pasaba" no es nada frecuente. De hecho, nadie pronunciaría estas cinco palabras para comparar el presente más o menos democrático con el pasado franquista; lo habitual sería decir "Con Franco no podíamos votar" o "Antes las manifestaciones estaban prohibidas". El porqué es obvio: como en nuestra sociedad no existen los hablantes objetivos e imparciales, la frase en el fondo no es ni neutra ni constatativa; es decir, las palabras no son sólo palabras. A nadie se le escapa que quien pronuncia esta frase no sólo describe la realidad, sino que también la está criticando. Todos nosotros, hablantes subjetivos y parciales, somos conscientes de que estas cinco palabras esconden unas cuantas más: "Esto con Franco no pasaba... porque el dictador no permitía cosas tan ignominiosas como la democracia o el derecho de reunión". Cualquiera sabe que el uso más extendido de esta expresión revela la ideología del hablante.

El señor Turón, sin embargo, pronunciaba la frase de marras en cualquier situación, menospreciando su carga política. Alguien me dijo que le había oído pronunciar la frase al pie de las escaleras de la catedral, después de persignarse y escupir. Dicen que en la comunión de su sobrina se la gritó al cura mientras lo sacaban entre varios de la iglesia. A veces la traducía al catalán: "Això amb en Franco no passava", pero solía decirla en castellano. Se la soltó a una mujer en minifalda, a un vendedor de helados negro, a una panadera, a los bomberos, al alcalde e incluso a un policía. Lo más curioso es que el señor Turón también decía "Esto con Franco no pasaba" cuando en realidad sí pasaba. Podía decirlo paseando junto al río en una soleada mañana de verano o tras robar unas zanahorias, su alimento favorito, de un puesto del mercado.


2. La primera zanahoria

Debes de estar pensando, lector políticamente correcto, que el señor Turón no era un hablante competente, que no dominaba la lengua, o que quizá no conocía la historia de España. Pero deja por un momento que piense el lector auténtico, el lector a secas, el lector sin censura. Ahora piensas que el señor Turón estaba rematadamente loco, ¿no? Pues sí, así es: el señor Turón era el loco más emblemático de la ciudad de Girona.

Desde los noventa, todos los gerundenses lo conocíamos como el señor Confranconopasaba, o simplemente Confranconopasaba, aunque nadie osaba llamarlo así porque entonces se encabronaba; sólo algunos chavales se atrevían a gritárselo, pero salían corriendo inmediatamente para que no los cogiera. Confranconopasaba tenía el monopolio de la frase: si la decía él estaba bien; si se la decían otros, mal. Sólo era un loco violento cuando le mentaban el mote; el resto del tiempo era de lo más pacífico y hablador, por lo que era habitual encontrárselo en la plaza de Cataluña royendo una zanahoria, o paseando por la Rambla y conversando alegremente con otros transeúntes, soltando de cuando en cuando su estoconfranconopasaba. A veces incluso hablaba con otros locos del pueblo, pero no era lo más frecuente: parecía preferir a la "gente normal". Lo vi un día charlando con el loco del teléfono, que llevaba un aparato rojo y te lo ponía a la oreja para que contestaras; uno frente al otro, uno con su teléfono y el otro con su zanahoria: me pregunté si sabrían que el otro estaba loco o si, por el contrario, las locuras se anularían mutuamente.

Pero la primera vez que lo vi, o como mínimo la primera que recuerdo, fue mucho antes. Yo me dirigía hacia el cine con el instituto, aunque he olvidado lo que íbamos a ver. De repente, uno de nosotros le gritó al señor Turón:

—¡Eh! ¡Estoconfranconopasaba! ¡Estoconfranconopasaba!

Al oírlo, Confranconopasaba tiró la zanahoria al suelo. Los profesores tuvieron que sujetarlo y calmarlo para que no nos hiciera nada, aunque me temo que él corría más peligro que nosotros, conociendo a mis compañeros de clase.

—¿Y vosotros qué coño sabéis, putos enanos de mierda? —nos gritó el señor Turón, enfurecido—. Vosotros no conocisteis a Franco, ¡yo sí! ¡Yo conocí a Franco, y a Primo de Rivera, y a Carrero Blanco!

Ya más calmado, al alejarse, repetía para sí la frase. Como una letanía.

Estoconfranconopasaba.

Estoconfranconopasaba.

Estoconfranconopasaba.

Me dio una pena terrible aquella zanahoria abandonada sobre el asfalto, a medio comer.


3. Las matemáticas del régimen

Mis padres, la televisión y algunos profesores me habían intentado explicar en vano quién era el tal Franco. Me costaba comprender que alguien tan malo hubiera llegado a ser el jefe de un país. ¿Es que no había candidatos mejores? ¿Y qué relación tenía Franco con el señor Turón? ¿Y por qué había enloquecido con aquella frase?

Viendo que el día después seguíamos impactados por el incidente con el señor Turón, la profesora de matemáticas, que nos acompañaba cuando sucedió, intentó aclarar nuestras dudas. Con paciencia y didacticismo, puso sus conocimientos matemáticos al servicio de la solución de aquel problema:

—A ver, chicos. Si Franco murió en 1975, estamos en 1999 y el señor Turón tiene 35 años, ¿pudo realmente conocer a Franco?

Estaba claro que sí. Confranconopasaba nació en 1964, eso podíamos calcularlo fácilmente.

—Pues no —nos corrigió la profe—. Y no lo llaméis así. El señor Turón en 1975 tenía doce años. Vosotros ahora tenéis trece. ¿Conocéis al presidente del gobierno? Claro que no. ¿Sabéis siquiera cómo se llama? Probablemente tampoco, así de mal está la educación en este país. En fin, esto demuestra que el señor Turón es un loco y no sabe de lo que habla.

La clase enmudeció, falta de argumentos, aunque en realidad no intentábamos argumentar nada. Uno de mis compañeros de clase, más atrevido o más informado, le preguntó cómo sabía ella cuántos años tenía Confranconopasaba. Reconocí en seguida la voz del que el día antes había causado el incidente en la calle. Luego añadió, envalentonado, que Confranconopasaba podía ser hijo de Franco, o de Fraga o de alguien afín al régimen, puesto que él había conocido al alcalde de Girona por su padre, que era concejal de no sé qué. La profesora lo mandó callar y salir a la pizarra a resolver la siguiente ecuación.


4. La rumorología

Quizá me esté equivocando de enfoque, quizá no debería ser yo el que contara esto. O, como mínimo, no sólo yo. Me explico.

Girona no es tan, tan pequeña, así que no todo el mundo se conoce entre sí; pero, por contra, todos conocíamos a Confranconopasaba. Cada uno de nosotros tiene —todavía— una anécdota más o menos cierta sobre él. Por ejemplo, un amigo siempre cuenta que se lo encontró en un local del centro, meando en la barra del bar mientras hablaba con el camarero; cuando un cliente le llamó la atención y el camarero intentó sacarlo de allí, el señor Turón le soltó su famosa frase. A veces, mi amigo añade que el señor Turón le meó los pantalones al camarero, o que con la mano libre le arrojó la zanahoria que guardaba en su abrigo.

Otro me contó que se lo encontró la madrugada de un sábado junto al río Onyar. Ambos estaban borrachos y compartieron la botella de vino que bebía el señor Turón. Entre hipidos, le confesó a mi colega que, hacía tiempo, había pasado unos meses en prisión. Todo por una pequeña gamberrada, dice mi amigo que le dijo Confranconopasaba. Una noche como aquella, frente a las oficinas de los juzgados de Girona, se comió él solo un tarro de anchoas de L'Escala, llenó el bote de cristal con alcohol de quemar, prendió un paño y arrojó aquel cóctel molotov improvisado a las oficinas del juzgado. El cóctel de l'Escala (así lo bautizó el señor Turón) impactó en la fachada del juzgado. Evidentemente, cuando llegaron los bomberos y la policía, les soltó su frase habitual. Quizá toda la anécdota sea falsa, pero no importa mucho. El caso del señor Turón confirma que muchas veces los rumores falsos contienen más verdad que los verdaderos.

Otro cuenta que se lo encontró en el mercado y le compró una zanahoria (Confranconopasaba no aceptó más que una). A cambio, le confió un secreto: estaba organizando un partido político que se haría con el poder en Girona, primero, y luego en Cataluña y en España. Se llamaba Un vot, un porro. Como su nombre indica, ofrecería un porro a quien votara por él. Si no te gustaban las drogas, te ofrecería un polvo con una puta o un puto; el eslogan sería "Un vot, un porro / Un vot, un polvo", porque en este país de pandereta cualquiera está satisfecho con sexo o drogas, le dijo. Mi amigo sintió la tentación de decirle que estoconfranconopasaba, pero el señor Turón se le adelantó.

Dicen que se encadenó a un árbol de un parque para que no lo talaran, pero al final lo cortó él mismo, encolerizado porque le dijeron que estoconfranconopasaba. Dicen que intentó desahuciar con sus propias manos a la portera de un piso porque no le permitía pasar la noche en el vestíbulo del edificio; también dicen que el señor Turón poseía un apartamento en el mismo edificio donde trabajaba la portera, pero que no siempre le gustaba pasar la noche en su cama. Dicen que pertenecía a una familia rica e influyente, aunque él con una zanahoria en la mano tenía bastante. Dicen que odiaba a los gatos y a los franceses. Dicen que su hermano era psiquiatra e intentó curarlo personalmente, hasta que un día el señor Turón le mordió un moflete; dicen que aquel mordisco fue la única excepción en su estricta dieta a base de zanahorias crudas. Dicen que su padre había sido guardia civil durante el franquismo y los primeros días de la democracia. Dicen que a veces se creía la reencarnación del rey Alfonso XIII, y entonces toleraba un poco más a los franceses; dicen que, no obstante, seguía odiando a los gatos.

Está claro que quien cuenta este relato no debería ser yo, sino los habitantes de Girona. Esta historia debería tener un narrador múltiple, como algunas obras de Mario Vargas Llosa, contadas ahora por uno, después por otro, luego por aquel, sin solución de continuidad.


5. El profesor Turrón

Uno de los momentos más inexplicables de mi adolescencia fue la llegada del señor Turón a mi instituto: de la noche a la mañana, sin que nadie me previniera, resultó que aquel hombre, el loco de la zanahoria, era mi nuevo profesor de historia.

Mezclado en la confusión de los primeros días del curso, nadie le prestó demasiada atención. Hubo comentarios y bromas, por supuesto: qué hace él aquí, pero este no estaba majara, dónde ha dejado sus zanahorias, Confranconopasaba se ha escapado del manicomio, ahora que no come zanahorias ha recuperado la cordura. Pero en seguida se aclimató a nuestro instituto y olvidamos o ignoramos su anterior identidad. Confranconopasaba, el más insigne loco del pueblo, se convirtió en el señor Turón, profesor de historia; de personaje o mueble de la ciudad pasó a profesor o mueble del instituto.

Me costó mucho digerir aquel cambio —¿desde cuándo un loco podía dejar de estar loco?—, pero con el tiempo yo también me acostumbré. El nuevo mote que le pusimos contribuyó a que olvidáramos el pasado: el profesor Turrón, con doble erre, como el dulce navideño. Cuando lo oía, el profesor Turrón casi no se enfadaba, a veces incluso bromeaba al respecto:

—Recuerde, señor Gómez, que no soy un dulce de avellanas. ¿Qué le parece si a partir de ahora lo llamo señor Polvorón? —le contestaba el señor Turrón (en realidad nos hablaba en catalán y nos tuteaba, pero así le da un toque más antiguo).

Ahora entiendo que prefiriera aquel apodo al anterior; sin embargo, de adolescente me sorprendía que un profesor pudiera aceptar aquella humillación por parte de sus alumnos.

A pesar de todo, el profesor Turrón fue uno de los mejores profesores de historia que he tenido; si ahora me interesa la historia es gracias a aquellas clases que nos dio en primero de bachillerato. Era un profesor divertido e irónico, tenía carisma, sabía explicarnos la historia como si fuera un cuento y, sobre todo, traía a clase diferentes objetos más o menos históricos: el atrezo, según lo llamaba él. Por ejemplo, un día se presentó con un trabuco para hablarnos de la Guerra de la Independencia y de los bandoleros del siglo XIX. Otra vez apareció disfrazado con una especie de túnica: soy un íbero, nos dijo, antes de explicarnos la España prerromana. Nos trajo una gorra de las Brigadas Internacionales, una brújula como las que usaron los conquistadores, una espada de la Reconquista, el escudo de Guifré el Pilós, las cartas de relación de Hernán Cortés, etc.

Sus clases eran de las más entretenidas e interesantes, pero aun así nos comportábamos peor que con ningún otro profesor. Nos tirábamos pedos y comíamos en el aula, copiábamos en los exámenes, salíamos por la ventana sin que se enterara para volver a entrar por la puerta, quemábamos típex en el suelo, quemábamos la basura, quemábamos nuestros apuntes, fumábamos, escribíamos obscenidades en la pizarra, le enfocábamos en el cogote con un láser y dicen incluso que alguien se masturbó mientras el profesor hablaba de la Primera Guerra Carlista. Si bien Turrón era más permisivo que el resto, creo que nuestra conducta estaba influenciada por su pasado de loco: para nosotros, inconscientemente, todavía era Confranconopasaba.

La gota que colmó el vaso cayó en una clase dedicada al franquismo, aunque más que una gota fue un chorro de agua. El profesor Turrón había traído unas esposas de la Brigada Político-Social y estaba hablando sobre la represión franquista, cuando un alumno lo interrumpió. No tuve que girarme: reconocí en seguida la voz de mi compañero de clase:

—Ahora no dirás que estoconfranconopasaba, ¿no? Porque tu padre de represión y de tortura sabía bastante.

Esta vez no hubo nadie que sujetara a Confranconopasaba. Pero tampoco nadie que lo protegiera a él de aquellos brutos de primero de bachillerato. Mientras lo golpeaban, antes de que llegaran otros profesores para detener la locura, me pareció que sus labios se movían.


6. Cagadero

No me encontré de nuevo a Confranconopasaba hasta muchos años después, a pesar de que tras el accidente en el instituto había vuelto a ser el de antes, es decir, el loco de siempre. Recuerdo la fecha con bastante precisión: los primeros días de 2011, quedaba un par de meses para que estallaran las protestas del 15-M. También me acuerdo del lugar del reencuentro: un tren Girona-Barcelona, concretamente cerca del lavabo.

Yo ya vivía y estudiaba en Barcelona, supongo que aquel día regresaba de pasar el fin de semana con mis padres. Llevaba mucho rato esperando a que saliera quienquiera que ocupaba el váter, hasta que llegó el revisor y me pidió el billete con desconfianza: buenos días, caballero, el billete, por favor (sí, me llamó caballero). Luego, llamó a la puerta y le pidió al ocupante del lavabo que por favor abriera y le mostrara el billete. Mentalmente, modifiqué las palabras del controlador: buenos días, cagadero, el billete, por favor. Cuando por fin salió, me crucé con él un segundo, me metí en el váter y cerré la puerta.

No tuve tiempo de sorprenderme por el reencuentro, ya que el espectáculo del interior del lavabo era desolador: casi no podía verse el blanco retrete, todo estaba cubierto de un líquido de color marrón y olía profundamente a mierda. Quise salir inmediatamente, pero entonces asimilé la situación: ¿y si Confranconopasaba también me había reconocido? No quería arriesgarme a que recordara que yo pertenecía a la clase que lo había devuelto a la locura. Cerré los ojos, contuve como pude las arcadas y escuché la conversación entre el señor Turón y el revisor.

—No sólo no pagaré, señor revisor, sino que exijo una compensación. El estado de este cuarto de baño es lamentable. He tenido que excretar de pie y con el traqueteo del tren parecía que surfeara. Suerte que no me ha visto nadie. Debería denunciarlos por cerdos.

A pesar de esta arriesgada estrategia, el controlador lo obligó a bajar en la siguiente estación. Sólo entonces pude salir del lavabo, a tiempo para ver al señor Turón por la ventanilla. Estaba más viejo y justo sacaba una zanahoria del bolsillo.

Por lo que pude descubrir preguntando aquí y allá, Confranconopasaba viajaba cada día de Girona a Barcelona o de Barcelona a Girona. Ya no era el loco de siempre, sino el loco del tren.


7. Un, dos, tres

Por un exceso de bondad o de estupidez, a veces me rodeo de gente a la que no soporto. Pasé bastante tiempo con Sergi, un conocido de Girona que también estudiaba en Barcelona, casualmente en la misma universidad que yo, y para colmo vivía cerca de mi piso. Al salir de clase, fuimos alguna tarde juntos a curiosear por la plaza Cataluña: eran los días del 15-M.

Sergi odiaba a muerte el movimiento del 15-M. Para empezar, no le gustaban los hippies, a los que solía llamar sucios (o bruts, en catalán), y cualquiera que acampara durante varios días en la Plaza Cataluña o donde fuera era un puto brut. Irónicamente, Sergi llevaba siempre el pelo excesivamente engominado: uno sentía la tentación de meterlo bajo el chorro de la ducha para limpiar aquel lametazo ecuestre, igual que él haría con los bruts (en el fondo compartían destino). Además, Sergi consideraba que la política era para los políticos, no para la gente de la calle, que ya tenía demasiado poder al permitírsele votar cada cuatro años. Por si fuera poco, era un independentista radical: los problemas de Cataluña sólo se resolverían con la autonomía total, librándose de aquel problema irresoluble llamado España.

Paseando entre los puestos de la acampada del 15-M, Sergi inventó un cruel juego: el un, dos, tres. El 1-2-3 consistía en identificar si una persona cualquiera era un brut (uno), un vagabundo (dos) o un loco (tres). Aunque yo me negaba a jugar, cuando veía a alguien con pintas extrañas Sergi decía: este es un dos, o aquel es un uno. Incluso los combinaba: ese de ahí es un uno-dos, un brut-vagabundo. Evidentemente, nunca se acercaba y les preguntaba si eran una cosa u otra, por lo que el juego era una burda excusa para insultar a la gente.

En una de las asambleas, señaló a un tipo que hablaba —en vez de un micrófono sujetaba una zanahoria cruda— y dijo: ese es un uno, y además vegetariano. No sé por qué no me callé, quizás me sorprendió que otro gerundense no conociera a Confranconopasaba, quizás quise sentir el placer de corregirlo: ese es un tres, le dije, es el loco de la zanahoria, el loco del tren, y luego le conté todo lo que sabía de Confranconopasaba.

Cuando terminé la historia, Sergi hizo lo que me temía:

—¡Eh! ¡Estoconfranconopasaba! ¡Estoconfranconopasaba!

La gente de la asamblea se rio y aplaudió, pensando que hablaba irónicamente. Pero Confranconopasaba salió corriendo hacia Sergi. Al pasar delante de mí nuestras miradas se cruzaron, y tuve la sensación de que me reconocía. Fue una pena que Sergi lograra escabullirse entre los manifestantes.


8. La última zanahoria

Si ahora escribo esto es porque, aunque ya no vivo ni en Girona ni en Barcelona, acaba de llegarme una nueva anécdota de Confranconopasaba: se ha suicidado, dicen. Pensé que sería la última, pero la han seguido otras historias, otros rumores.

Dicen que Confranconopasaba se colgó de una vieja viga de su apartamento. Dicen que lo encontró la portera del piso (la misma a la que una vez había querido desahuciar), pero no porque oliera mal sino porque la viga se había roto y la señora había oído un golpe muy fuerte. Dicen que la portera encontró una zanahoria en el suelo, junto al cadáver, totalmente cubierta de moho blanco. Dicen que la cogió con el índice y el pulgar y la tiró a la basura. Dicen que la policía le pegó una bronca terrible por alterar la escena del crimen. Dicen que la portera les contestó que estaba clarísimo que aquello no era un crimen sino un suicidio.

Otros dicen que el crimen se cometió mucho antes, cuando el señor Turón era un adolescente. Dicen que una tarde varios matones lo rodearon a la salida del cine y empezaron a increparlo. ¿Dónde está ahora tu padre para protegerte?, dicen que le dijeron al joven señor Turón. Dicen que el padre del señor Turón, un importante guardia civil, había muerto no hacía mucho. Dicen que el padre era conocido por sus duros métodos interrogativos. Dicen que aquella tarde los matones sujetaron al joven señor Turón y le aplicaron los mismos métodos que solía emplear su padre. Dicen que la gente pasaba por allí. Dicen que nadie los detuvo. Dicen que, mientras tanto, entre risas, los matones le gritaban:

—¡Esto con Franco no pasaba!

—¡Esto con Franco no pasaba!

—¡Esto con Franco no pasaba!

sábado, 21 de noviembre de 2015

Otras Barcelonas

1. La Barcelona apestosa

En 1937, un argentino publicó un cuento fantástico en el que un extraño olor aparece y se esparce por una ciudad argentina. Toda ciudad —incluso una argentina— dispone de un enorme repertorio de extraños olores, empezando por aquellos emitidos por sus ciudadanos, pero lo fantástico de este olor es que nadie puede determinar su origen, nadie sabe de dónde viene esta "pestilencia elaborada como con gas de petróleo y esencia de clavel". De repente empieza a oler mal, y nadie logra explicar por qué, ni siquiera la autoridad competente. Estamos frente a un olor expósito.

Se trata de un cuento doblemente fantástico: por un lado, de excelente calidad y, por el otro, del género fantástico. Su autor es Roberto Arlt; el relato, que merece la pena leer antes de seguir con esto, se titula "La ola de perfume verde".

La idea es brillante porque pone de manifiesto la fragilidad del ser humano: algo tan vulgar como un olor, el "perfume verde", trastoca completamente la vida de la ciudad. Aunque a una escala menor, el desarrollo del cuento es digno de los experimentos sociológicos de José Saramago. Ensayo sobre la ceguera o qué pasaría si todos nos volviéramos ciegos, Ensayo sobre la lucidez o qué pasaría si los votos en blanco ganaran unas elecciones, Las intermitencias de la muerte o qué pasaría si la gente dejara de morir, "La ola de perfume verde" o qué pasaría si surgiera un tufo sin porqué.

Pero el texto de Artl va más allá de la literatura sociológica. De hecho, he mentido al decir que es un cuento doblemente fantástico; en realidad, es triplemente fantástico. Me explico.

No sólo los humanos se sorprenden por ese hedor repentino e injustificado: dice el narrador que los pájaros "piaban desesperadamente". Entonces pronuncia esta frase fantástica: "Algunos ciudadanos que habían vivido en Barcelona les referían a otros que aquel vocerío de pájaros les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse refugiado los pájaros de todas las montañas que circunvalan a Barcelona". Nunca he estado en América Latina, pero seguro que sus aves son tan ruidosas como las españolas o europeas, si no más. Seguro que Gabriel García Márquez describió en Cien años de soledad una escena en la que los graznidos de los pájaros ensordecen a un pueblo o algo por el estilo. Así, ¿qué necesidad tenía Arlt de escribir que los pájaros eran tan escandalosos como los de Barcelona? ¿Por qué precisamente los de Barcelona? ¿Qué coño pinta Barcelona en un cuento sobre Argentina?

No lo hizo por cosmopolitismo ni porque hubiera vivido un tiempo en España, no. Roberto Arlt, en los años treinta del siglo XX, en realidad no estaba escribiendo sobre una ciudad argentina sino sobre Barcelona. Sí, la ciudad del perfume verde es Barcelona, capital de Cataluña. Concretamente, Roberto Arlt escribía sobre la Barcelona de noviembre de 2015, en la cual ha aparecido una ola de pestilencia de origen desconocido. Efectivamente: un mal olor expósito, el perfume verde de Arlt, el visionario. No he podido olerlo desde Cracovia, pero según las fuentes de la noticia de El País el olor es una "especie de estiércol o de hedor de pies muy desagradable". El País también dice que los twitteros se han quejado usando hashtags como #pestebcn u #onadadepudor.

Aunque algunos se engañan creyendo que es por el estiércol del Parque Agrario del Llobregat, nadie sabe a ciencia cierta cuál es la verdadera causa de la fetidez barcelonesa. Sólo quieren tranquilizarse, es normal, porque a nadie le gusta ignorar lo que pasa, y aún menos a los que tienen el poder.

Como en Barcelona sólo se leen panfletos y consignas políticos, bestsellers y crucigramas, a nadie se le ha ocurrido buscar la respuesta en la literatura. Pero si terminamos el cuento de Roberto Arlt, sabremos que el perfume verde es causado por los "hidrocarburos cometarios", es decir, por la "substancia dominante que forma la cola de los cometas". Que no cunda más el pánico, ciudadanos de Barcelona. Cuando el cometa se aleje de la órbita de la Tierra y salgamos de su cola pestilente, el olor remitirá. Barcelona podrá respirar tranquila.


2. La Nueva Barcelona

En agosto de 2015, un joven barcelonés criado en Girona y residente en Cracovia aparcaba el coche en Zrenjanin (Sréñanin), Serbia, acompañado de su novia, croata. (Esto no es un chiste, pero te reto, lector, a que inventes uno con este inicio.) El chico y la chica habían pasado unos días de vacaciones en Belgrado y se dirigían a Croacia, pero él decidió desviarse de la ruta más rápida para poder visitar Zrenjanin, una ciudad de la Voivodina serbia con 79.773 habitantes y sin atractivo turístico aparente. ¿Por qué? La respuesta, como siempre, se encuentra en la literatura.

Unos meses antes del viaje, el joven pseudobarcelonés había leído El Danubio, de Claudio Magris. Es un libro de viaje que aspira a ser un relato exhaustivo del Danubio; combina el diario de viaje con el ensayo histórico, político y filosófico, la erudición geográfica con la narración, quizá haya incluso un poco de ficción. En el capítulo llamado "Un caballo verde", Magris habla de Becskerek, el nombre húngaro de Zrenjanin: "en 1734 la ciudad de Becskerek estaba llena de catalanes, que habían fundado en ella su Nueva Barcelona".

Al leer esto, supuse que Magris había tomado mucha rakia en Serbia y que su escritura sufría las consecuencias: ¿qué pinta Barcelona en medio de Yugoslavia? Magris había quedado desacreditado para mí, no quise continuar la lectura de El Danubio. Por suerte, se me ocurrió buscar la Nueva Barcelona en Google. La Wikipedia me informó de que Magris, a pesar de la rakia, tenía razón: existió una Nueva Barcelona en los Balcanes.

Tras la capitulación del 11 de septiembre de 1714, algunos catalanes y otros austracistas tuvieron que huir de la represión borbónica. Era el fin de la Guerra de Sucesión Española, pero para muchos el inicio de un largo exilio, y ya se sabe que sus caminos son inescrutables. Algunos volvieron a España, pero otros deambularon por los territorios de su aliado, el archiduque Carlos, entonces ya Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Así se fundó el asentamiento de la Nueva Barcelona, en la actual Zrenjanin. No duró mucho: el clima, la peste y los turcos ahuyentaron en 1737 a todos sus habitantes.

Cuando salimos del coche, Ivana y yo nos encontramos con una ciudad pequeña del tamaño de Girona. El centro histórico de Zrenjanin era agradable, pero sin ninguna particularidad. Paseamos por la ciudad tratando de buscar refugiados: sirios, porque estábamos en plena crisis de refugiados, y catalanes. No había nadie con la piel oscura, usando iPhones y rezando a la Meca. Tampoco una placa conmemorativa de los catalanes que habían vivido unos años allí. Preguntamos en una cafetería y a un par de transeúntes, pero nadie sabía nada; como si les habláramos del origen de una ola de perfume verde en Barcelona. En la oficina de turismo, obligué a Ivana a preguntarles si había en Zrenjanin algo que recordara a los refugiados catalanes del siglo XVIII.

—Los únicos refugiados que tenemos aquí son sirios —me tradujo del serbio Ivana—. Pues estos también son invisibles —añadió en inglés mientras salíamos.


3. Las dos Barcelonas

La noche del 20 de noviembre de 2015 imagino a otro joven barcelonés criado en Girona y residente en Cracovia que escribe una novela histórica sobre los refugiados catalanes en Serbia. Es una novela de aventuras, al estilo Victus de Albert Sánchez Piñol, pero también una ucronía o novela histórica alternativa. Se titula El perfume verde de Barcelona.

Los protagonistas son un catalán, perdedor de la Guerra de Secesión, y su descendencia. A partir de la llegada a Zrenjanin el argumento se aleja del curso de la historia: los catalanes resisten el frío, la peste y las invasiones turcas, por lo que permanecen allí y la Nueva Barcelona no desaparece. La cultura catalana pasa a tener dos focos: uno en Barcelona, dependiente de España, y el otro en la Nueva Barcelona, perteneciente a Austria. Aunque aislados, están en contacto; la cultura, la lengua y el sometimiento a otros imperios unen a las dos Barcelonas.

Algunos sueñan con vivir en paz. Otros, con la independencia. Los más ambiciosos, con la creación del Sacro Imperio Romano Catalán. El SIRC (pronunciado como circo en catalán: un toque irónico del novelista) conectaría el Delta del Ebro con la Nueva Barcelona, anexándose por el camino territorios de las actuales Francia, Italia, Eslovenia y Croacia. Los ideólogos sircenses justifican estas invasiones con variopintas teorías precursoras del darwinismo social.

Sin embargo, la realidad tiene otros planes para la Nueva Barcelona, contrarios a las ensoñaciones sircenses. Hasta 1918, la Nueva Barcelona es una ciudad autónoma del Imperio austrohúngaro. El catalán es, junto al alemán, la lengua oficial. Cuando los novobarceloneses hablan en catalán, no usan insultos en castellano sino palabrotas alemanas. A pesar de las protestas de la población, al catalán hablado en la Nueva Barcelona se le injertan las declinaciones propias del alemán. En la celebración del 11 de septiembre, los novobarceloneses beben rakia con porrón y comen canelones rellenos de chucrut. Es una fiesta agridulce: rememora el inicio de una vida nueva pero sin plena libertad. El único momento en el que Cataluña y la Nueva Barcelona pertenecen al mismo imperio es durante las Guerras Napoleónicas; sin embargo, el idioma oficial de ambos territorios es el francés, lo que acaba impulsando revueltas en las dos Barcelonas.

Al acabar la Primera Guerra Mundial, la Nueva Barcelona logra por primera vez su anhelada independencia. La comunidad internacional la reconoce rápidamente, excepto los periódicos catalanes: la envidia se dispara en Cataluña, se acabó la unidad entre las dos Barcelonas. La alegría de los novobarceloneses no dura mucho, porque el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (1918-1929) se anexa la ciudad de Nueva Barcelona en 1919. Nadie interviene ni protesta ni dice ni pío, excepto los periódicos catalanes, que celebran la invasión; "Habéis durado menos que la Barcelona sitiada de 1714", les dicen, los muy guasones. Ahora los idiomas cooficiales son el serbocroata y el catalán, y se sustituyen las declinaciones del alemán por las del serbocroata. La rakia en porrón y los canelones de chucrut siguen igual, pero un decreto ley de 1921 obliga a renombrar un postre de frutas, porque los compatriotas macedonios se sienten ofendidos. Cuando el país se convierte en el Reino de Yugoslavia (1929-1945), Nueva Barcelona continúa con el mismo estatus y pasa a llamarse Ciudad Autónoma Yugoslava de Nueva Barcelona.

Durante la Guerra Civil Española (1936-1939), llegan nuevas oleadas de refugiados catalanes a la Nueva Barcelona. Recorren el camino de aquel olvidado SIRC, pero los franceses, italianos, eslovenos y croatas los miran con desprecio. En vez de celebrar la reunión de los pueblos catalanes, los novobarceloneses acogen a sus hermanos con recelo y sentimiento de superioridad. Empieza a popularizarse el término charnego para hablar de los catalanes que viven en la Nueva Barcelona, normalmente pobres o de clase baja, así como los descendientes de matrimonios mixtos.

Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), Hitler invade Serbia y la Nueva Barcelona, por lo que muchos novobarceloneses se refugian en Barcelona. Así, la acción de la novela transcurre por unas páginas en la España de Franco. Muchos regresan con la llegada de la Yugoslavia de Tito (1945-1992), preferible a la casposa dictadura franquista. La República Federativa Socialista de Yugoslavia tiene seis repúblicas, dos provincias autónomas y, dentro de una de ellas (Voivodina), una ciudad autónoma: Nueva Barcelona. Los expertos en política internacional se burlan de la estructura de matrioskas del país, pero Yugoslavia resiste las críticas y vive cuarenta años de calma y progreso relativos.

En 1989 Slobodan Milošević se hace con la presidencia de Serbia. En junio de ese año, visita Kosovo y defiende a la población serbia de los supuestos abusos de los albaneses de Kosovo. Un mes más tarde se acerca a la Nueva Barcelona y repite el discurso: los novobarceloneses, cristianos, abusan de la minoría serbia, ortodoxa. Poco después, Milošević acaba con la autonomía de Voivodina, Kosovo y Nueva Barcelona. A pesar de que las autoridades novobarcelonesas piden ayuda a España, ya democrática, esta ignora las llamadas de socorro; la comunidad internacional y los periódicos catalanes también desoyen su mensaje de auxilio.

En 1991 estallan las Guerras de la Antigua Yugoslavia. Eslovenia es la primera en independizarse. La violencia que azota Croacia y Bosnia desanima a la Nueva Barcelona, que como Kosovo y Voivodina permanece bajo el yugo de Milošević.

Una noche de 1994, aparece un extraño olor en la Nueva Barcelona y en Barcelona. Se extiende simultáneamente por ambas ciudades hasta superar sus límites: en pocos días, Cataluña y Voivodina apestan a "perfume verde". Las autoridades españolas y las serbias no saben qué pensar, no logran descubrir de dónde proviene aquel extraño olor. En Yugoslavia se detiene la guerra: nadie quiere combatir si huele tan mal; en España se interrumpe la producción: nadie quiere trabajar con aquel hedor. Los territorios vecinos cierran las fronteras, pero el olor no se para frente a la aduana. A medida que se expande la pestilencia, se propaga un rumor: el perfume verde es una maldición lanzada por las dos Barcelonas. Bajo la influencia de aquel tufo, resurgen el sentimiento de hermandad catalano-novobarcelonesa y la ideología sircense.

En 1995, Estados Unidos logra que los gobiernos de Yugoslavia, España, Cataluña y Nueva Barcelona se reúnan en su territorio para negociar. El 14 de diciembre, Bill Clinton presenta los Acuerdos de Dayton, en los que se redefinen los territorios español y yugoslavo para acabar con la ola de perfume verde que infesta Europa y cruza ya el Atlántico. Cataluña logra la independencia de España, la Nueva Barcelona se separa de Yugoslavia, pero no se unen: son territorios independientes entre sí.

La novela ya casi acaba. En la última escena, Clinton y los otros dirigentes están en la zona VIP de una discoteca de Dayton celebrando los acuerdos y, sobre todo, el fin de la peste catalano-novobarcelonesa. Beben rakia y ratafía con porrón, comen canelones de carne y de chucrut, esnifan cocaína y manosean a prostitutas rusas. De repente, a tres mandatarios se les baja la erección: acaban de notar un extraño olor, similar a un perfume verde.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Cómo conocisteis a mi madre

1. Anécdotas

Una de las cosas que más me gusta de trabajar como profesor de español es poder escuchar las extravagantes historias que a veces cuentan los estudiantes. Al principio, los polacos son muy tímidos o cerrados, pero cuando se sueltan un poco ponen en duda los límites de mi concepto de intimidad.

Probablemente violaré algún código deontológico del profesor al escribir sus historias, pero hay algunas demasiado buenas para no ser compartidas; ellos sabrán perdonarme. En realidad ya usé sus anécdotas para dar forma a algunos cuentos: hablé de Kuba el testigo de Jehová, de mi abandono del instituto y de muros y banderas, por ejemplo, y ahora me voy a apropiar de otras. Si fuera aún más pedante y creído de lo que ya soy, justificaría esta pequeña traición a la confianza de mis alumnos sacando a colación el caso de Max Brod (el amigo y albacea de Franz Kafka, al que traicionó cuando publicó sus obras, a pesar de que Kafka le había pedido que las destruyera); pero, de cualquier modo, a quién quiero engañar: ni yo soy Max Brod ni ellos el autor de La metamorfosis. ¿O sí?

En una clase, una estudiante contó que su amiga, polaca pero casada con un cirujano alemán, sólo follaba en el estricto horario establecido por el marido: los domingos a las cuatro de la tarde. Los lunes, los sábados, los miércoles y el resto de días, él no estaba disponible y ella se aguantaba las ganas como podía. Para la amiga, pues, los domingos eran sagrados, y no precisamente por la misa. La disciplina sexual del esposo también implicaba que si, por ejemplo, iban de excursión, a las cuatro tenían que estar en casa porque al señor cirujano le parecía tercermundista follar a su edad en el coche o en el bosque, igual de tercermundista que follar espontáneamente o tres veces por semana. Eso sí, el sacro polvo dominical no impedía que el mismo domingo a las cinco de la tarde la amiga ya estuviera tomando el té con mi alumna y le comentara el nudo, el desarrollo y el desenlace del coito. Por suerte, en clase no nos dio los detalles, y prefiero no inventarlos.

En otra clase, otra estudiante narró el día después de la despedida de soltero del esposo de una amiga. (Sí, la mayoría de los estudiantes son mujeres y, por lo visto, casi todas tienen también amigas con esposos muy peculiares.) Un domingo por la mañana, la amiga —llamémosla Gosia— fue a buscar a su futuro marido a la casa rural que sus amigotes habían alquilado para la despedida, comenzada el jueves. Al llegar, Gosia se encontró con el escenario típico de una película de zombis —suciedad, pestilencia, hombres resacosos y/o borrachos—, pero aquello no la sorprendió ni molestó: habían contratado una empresa de limpieza para que se encargara de la casa tras la fiesta. Los únicos supervivientes de la juerga, su casi marido y dos amigotes —un gorila y un asno, según la descripción de la estudiante—, aún estaban bebiendo semidesnudos en la cocina, lo cual tampoco le extrañó a Gosia. La primera sorpresa fue la espalda de su novio: no sólo estaba toda ensangrentada, como si un tigre o un zombi lo hubiera sodomizado, sino que nadie recordaba qué había pasado. El herido, el gorila y el asno siguieron bebiendo a pesar de los gritos de la futura esposa. Esta les quitó la cerveza y el vodka, preparó café, limpió como pudo la sangre de la espalda y por fin consiguió que se subieran a su coche. Como todos vivían en pueblos cercanos, habían convenido que Gosia los devolvería a sus respectivas casas. Se sentaron los tres atrás, el futuro esposo en medio, cada uno con un par de bolsas de plástico y unas toallas protegiendo los asientos. Cuando le preguntó al primer amigote, el gorila, dónde vivía exactamente, este le contestó con un sonoro eructo. Los otros dos se rieron, alguno hizo el contrapunto con un pedo. Tras la insistencia de Gosia, el gorila le dijo que no se lo diría porque prefería seguir bebiendo; al casi marido y al asno les pareció una idea fabulosa, a pesar de que el día siguiente trabajaban. Por suerte, los coches actuales tienen modernos sistemas para controlar la apertura de las puertas traseras: de aquí no os bajáis hasta que me digáis dónde vive este puto imbécil, les dijo la chica; pero ninguno contestaba más que con ventosidades. Finalmente, el segundo amigote, el asno, rompió el silencio y le propuso que los llevara a todos a su casa: seguiremos bebiendo y os podéis quedar a dormir allí, a mi novia no le importará. Sin embargo, Gosia conocía a la pareja del segundo imbécil y sabía que le importaría mucho tener a aquellos tres mastuerzos en casa; no podía hacerle una putada así. Afortunadamente, Gosia estaba totalmente sobria, por lo que su cerebro le proveyó la solución perfecta: dar vueltas con el coche por el pueblo y preguntar a los vecinos si sabían dónde vivía el primer idiota. Después de una hora y de pasar por cinco o seis pueblos, con los tres zopencos durmiendo la mona como angelitos, una señora identificó al gorila como el hijo de no sé quién, que vivía no sé dónde. Al llegar, Gosia bajó del coche y abrió una puerta trasera: el gorila cayó como un saco de patatas, y allí se quedó mientras el coche se alejaba. Cuando hubieron dejado al asno en su casa, fueron al hospital. El novio tenía la espalda llena de cortes y de quemaduras de segundo grado (el médico dijo que parecía que se la hubieran lijado), por lo que tuvo que quedarse en casa de baja por una semana. El lunes, Gosia llamó a todos los amigotes, pero nadie recordaba cómo había pasado aquello. El martes, la policía llamó a la puerta: la empresa de limpieza había denunciado que en aquella casa rural alguien había cometido un asesinato o, como mínimo, había practicado rituales satánicos. Al parecer, encontraron un larguísimo rastro de sangre entre la cocina y la piscina. No fueron necesarias las pruebas de ADN: los amigotes recordaron cómo habían arrastrado al esposo hasta el agua, tirando de sus piernas como si fuera un muerto, para que despertara y pudiera seguir bebiendo. A la mitad del camino ya había recuperado la consciencia, pero sus chóferes prefirieron llegar hasta el final para que el agua de la piscina desinfectara las heridas.

Para compensar sus esfuerzos, yo también les intento contar buenas historias a los estudiantes. Una de sus favoritas la he escrito aquí, el "Diario de Rumanía". También les explico por qué vine a Cracovia: a veces les digo que fue por dinero, en otras ocasiones que por amor o por aburrimiento, o por un error burocrático incomprensible de mi universidad, o porque perdí una apuesta con mis amigos, o porque era la destinación más alejada de las insoportables discusiones entre nacionalistas españoles, catalanistas, independentistas, unionistas y demás; si no estoy inspirado, simplemente les intento colar que vine porque me interesaban la mentalidad y la gastronomía polacas. Obviamente, mejoro mis anécdotas o directamente me las invento o se las robo a alguien; del mismo modo, no espero que mis estudiantes me cuenten toda la verdad. Cuando ya no sé qué relatarles, les hablo de algún aspecto interesante de la cultura española o la catalana. No hay nada tan divertido como explicarle a un polaco en qué consisten el tió de Nadal y el caganer, cuál es el origen de la expresión "esto es como el coño de la Bernarda" o resumirle el argumento de Airbag. Sin embargo, las anécdotas de los estudiantes siempre superan las que cuenta el profesor.

Las mejores historias son las de otra alumna, llamémosla Maria para que preserve su anonimato. Maria es un poco mayor que la media de estudiantes: tendrá unos cuarenta y pocos años, esa etapa de la vida en la que ya ninguna mujer hace pública su edad en Facebook; pese a esto, es más inteligente, divertida e irónica que la mayoría de sus jóvenes pero ancianos compañeros de clase. Cuando fue mi estudiante Maria nos contó que trabajaba en un prestigioso museo de arte de Cracovia. Era comisaria artística del museo, dijo; aunque también contribuía a gestionar la colección, principalmente organizaba exposiciones, por lo que tenía un trato muy directo con los artistas. Pero no nos engañemos: Maria no era un personaje elegante, desencantado y romántico como los marchantes de arte de las novelas de Javier Marías y Antonio Muñoz Molina; ni hablar: Maria era una persona normal, con los pies en la tierra, que negociaba con arte y se relacionaba constantemente con artistas. Por eso, cuando al inicio de una clase yo les preguntaba a los estudiantes cómo estaban, cómo había ido el fin de semana o qué novedades tenían, Maria solía contar la última historia de algún artista excéntrico o loco que le daba permiso al museo para exponer sus obras, las cuales revolucionarían el arte polaco e internacional, e incluso la vida cotidiana. A pesar de que decía que ella prefería evitar a los artistas, estos eran los protagonistas totales de sus anécdotas, porque las normas del museo no le permitían ignorarlos o tratarlos mal. Yo le aseguraba que merece la pena sufrir un poco si la recompensa es una historia divertida. Por mucho que se puedan comprar en libros o en películas, en realidad las buenas historias son impagables.

—Algún día de estos te pagaré una cerveza porque aprovecharé a alguno de tus artistas para uno de mis relatos —le solía decir cuando sus anécdotas me gustaban más.

Los artistas de los que hablaba Maria eran auténticos artistas: siempre egoístas, arrogantes, inocentes, rebeldes, incomprendidos y sobre todo mentirosos. En el mejor de los casos eran niños en el cuerpo de adultos; en el peor, adolescentes torturados atrapados en cuerpos maduros. Uno de estos artistas se autodenominaba Matejko V (Matéico). Matejko V decía que era el hijo de Jan Matejko, el pintor polaco más conocido e internacional, muerto en 1893. El tal Matejko V tendría veintipico años, menos de treinta seguro. Cuando Maria le preguntó cómo un chico tan joven podía ser el hijo de un pintor muerto hacía más de cien años, Matejko V le contestó que él era fruto de la inseminación artificial. Maria nos contó entre risas que Matejko V le había contado con la más absoluta seriedad que Matejko, su padre, había escondido un montón de esperma en varios botes de pintura conservados gracias al frío de la cima del Rysy, la montaña más alta de Polonia, situada en la frontera con Eslovaquia. Las autoridades socialistas lo habían encontrado hacía muchos años y habían experimentado varias veces con la semilla de Matejko para crear el pintor socialista perfecto. Por ello, Matejko V sabía que tenía otros hermanastros, a los cuales trataba de encontrar para llevar a cabo en familia la obra de arte polaca definitiva. Mientras buscaba al resto de Matejkos, Matejko V se había puesto manos a la obra. Su proyecto pictórico se titulaba Titiriteros polacos (me costó bastante, en la clase, entender cuál era la palabra que Maria me describía). Los Titiriteros polacos sería su ópera prima y su obra maestra a la vez. Era una serie pictórica basada en otra de su padre, un conjunto de retratos de los reyes polacos. En vez de retratar a reyes, Matejko V se había propuesto pintar a los dirigentes que Polonia había tenido desde su independencia (1918), incluidos Stalin, Kruschev y los líderes soviéticos que influyeron desde la sombra en la Polonia socialista (así los Titiriteros polacos tendrían más proyección internacional, explicó). Eran retratos de plano entero pintados con una técnica hiperrealista, casi fotográfica. De hecho, Maria sospechaba que los cuatro retratos que Matejko V le había mostrado en el móvil eran en realidad fotos retocadas. Las cuatro obras que pudo ver mostraban a Józef Piłsudski (militar artífice de la independencia y luego dictador del país), Wojciech Jaruzelski (responsable de la polémica introducción de la Ley Marcial en 1981), Lech Wałęsa (el carismático líder de Solidaridad y ganador del Nobel de la paz) y Lech Kaciński (el presidente fallecido en el accidente de avión de Smoleńsk en 2010). Todos estaban en una postura hierática y noble, heredera de los retratos de su padre, Jan Matejko. Maria no notó nada raro en las obras hasta que Matejko V hizo zoom en las piernas de Piłsudski: de la bragueta de sus pantalones militares salía un pene nervudo y grueso. Es una metáfora del lado humano del poder, le hizo saber a Maria. Luego repitió la operación en las otras pinturas y pudo observar cómo eran los miembros de los demás dirigentes polacos; todos más pequeños que el garrote de Piłsudski, y uno en concreto escandalosamente minúsculo. El lado humano del poder político tiene tamaños distintos, aclaró seriamente Matejko V. Luego añadió que Ewa Kopacz, sustituta de Donald Tusk como primera ministra, mostraría en su retrato una teta, concretamente la izquierda, por pertenecer al PO, el partido menos conservador del bipartidismo polaco.


A raíz de esta anécdota de Maria, se formó una interesantísima discusión sobre arte. (También debería agradecerle esto, además de ser la fuente de este relato.) Les comenté a los estudiantes que a mí los Titiriteros polacos del tal Matejko V me parecían muy bien, porque era muy sano reírse de todo, especialmente de los demasiado serios gobernantes. A Maria no le gustaba el proyecto de Matejko V porque desmitificaba a todos los políticos por igual y para ella unos lo merecían más que otros. Además, añadió, el arte actual es un arte serio, constructivo y social, ya no están de moda el dadaísmo y sus gamberradas pseudoartísticas. El resto de alumnos opinaba que no se podía hacer aquello en Polonia: la historia polaca es seria y debe ser respetada. Un extranjero lo ve diferente, me dijo uno de los estudiantes, tú no entiendes que no se puede bromear sobre nuestros líderes históricos porque no eres polaco.

¿Cómo serían los Titiriteros españoles de Matejko V?, pensé. Un Juan Carlos II mayestático e hiperrealista enseñando la chorra, un retrato monumental de Jordi Pujol mostrando su polla, Felipe González y su verga perfectamente detallada asomando por los pantalones, José María Aznar y Mariano Rajoy posando con sus pajaritos, Esperanza Aguirre con la teta derecha al aire, Adolfo Suárez revelando su miembro, Franco exhibiendo su cipote, Dolores Ibárruri presentando su pecho izquierdo, Manuel Fraga sacando su pilila arrugada, etcétera. Sin duda, sería un proyecto artístico muy divertido e interesante.


Yo siempre había dicho que nunca sería profesor porque mis padres eran profesores, y sin embargo aquí estoy, tragándome mis palabras en Cracovia desde hace un par de años. Algunas veces aún pienso que quizá este trabajo no sea para mí, pero si no fuera profesor de español nunca habría escuchado historias como estas.


2. Confusiones

Otro aspecto muy divertido de enseñarles español a los polacos son las confusiones lingüísticas. Un estudiante de nivel básico me dijo una vez, hablando de sus aficiones, "me gusta Cervantes". Positivamente sorprendido, le pregunté cuál era su obra favorita y me contestó que Budweiser, Żywiec y Estrella Damm. Otra vez decepcionado, le dije que sin duda los españoles también prefieren estas obras a otras como El Quijote o las Novelas ejemplares.

En otra clase de nivel más avanzado hablábamos sobre los planes que teníamos a corto, medio y largo plazo, cuando alguien dijo que durante su vida toda persona debería escribir un libro, tener un hijo y plantar un árbol. Les pregunté a los estudiantes si habían hecho algo de aquello. Una chica respondió con orgullo que ella ya había plantado un pino. No pude evitar reírme y decirle que yo también había plantado muchos, antes de explicarle el significado.

Pero, de nuevo, la confusión lingüística más interesante era de Maria, la comisaria artística, porque al mismo tiempo era la punta del iceberg de una historia genial. Una tarde, al empezar la clase, nos contó que había aparecido una artista nueva llamada Beata. Y añadió: Beata es una artista hija de puta. ¿Y qué te ha hecho Beata para que la llames hija de puta?, le pregunté, ¿quiere exponer en tu museo, para variar? Me ha hecho lo mismo que todos, aclaró Maria: contarme sus historias y pedirnos dinero para financiar su proyecto artístico, pero es hija de puta simplemente porque es hija de puta: su madre es una puta. Le expliqué a Maria que un hijo de puta, además de ser el vástago de una mujer que ejerce la prostitución, también podía ser un insulto muy corriente para llamar mala persona a alguien; en función del contexto significa una cosa u otra, pero lo más frecuente es que sea un insulto. Pues según el contexto Beata es doblemente hija de puta, concluyó Maria.

He de considerarme afortunado. Si no fuera profesor de español, no habría descubierto la confusión de las confusiones: la historia de Beata.


3. Cerveza

Otra cosa que me gusta de mi trabajo es lo relajadas que pueden llegar a ser las clases. Con la excusa de que los maestros somos españoles o hispanoamericanos, el ambiente es muy informal. El mejor es el último día del curso: superado el breve trámite del examen, solemos salir a tomar una cerveza.

Cuando le llegó el turno a la clase de Maria, también fuimos a tomar unas Cervantes. Como le había prometido más de una vez, le quise pagar una cerveza a Maria, pero ella se negó: mis historias son gratis, me dijo. Aproveché que había sacado el tema para preguntarle por Matejko V.

—Matejko V volvió a pasar por el museo. Sigue buscando a sus hermanastros, pero ahora tiene un nuevo proyecto, parece que ha abandonado los Titiriteros polacos —quizá es mejor, pensé, Polonia y el resto del mundo no están preparados—. También se trata de una serie de retratos hiperrealistas que entroncan con la tradición de Jan Matejko, el supuesto padre biológico; sin embargo, esta vez los retratados son políticos importantes de Cracovia, alcaldes sobre todo. Esta nueva ópera prima y obra maestra se titula Mad Kraków, en homenaje a Mad Max, y los políticos no enseñan el pene —me dijo Maria que le había contado Matejko V—, sino que están disfrazados como personajes de una película de ciencia-ficción distópica y llevan todos una máscara antigás. La serie quiere protestar por la contaminación del aire en Cracovia, el tema de moda en la ciudad. El objetivo de Matejko V es exponer los cuadros en Rynek, la plaza mayor de Cracovia, alrededor de la estatua de la cabeza, que por supuesto también llevará una máscara antigás proporcional a su tamaño.

—Esta vez habréis aceptado su proyecto, ¿no? —le pregunté—. Me gustaría poder ver sus retratos algún día. Con máscara o con pene, no importa.

Maria pareció no haber escuchado lo que le había dicho; señaló algo detrás de mí.

—Dudo que llegues a verlos. Pero, a cambio, ahí tienes a una artista tan interesante como Matejko V —me giré: apuntaba a una chica en la barra del bar—. Mira, es Beata, la artista dos veces hija de puta. También os hablé de ella en clase.

Me costó creerme aquella casualidad tan conveniente. Nos acercamos y Maria nos presentó: hola, Beata, ¿te acuerdas de mí, la comisaria del museo?, este chico está interesado en tu arte, le dijo en inglés, le guiñó un ojo y se fue con una sonrisa, dejándonos solos. Intenté aparentar seriedad, hacerme el experto en arte, pero era evidente que estaba un poco incómodo. Beata me dijo que había quedado con unos amigos, pero que si la invitaba a una cerveza me contaba rápidamente su historia. Las historias de esta chica no son gratis, pensé, pero tampoco son caras.

—Mi madre está muerta, murió cuando yo era una adolescente —empezó Beata, con la tranquilidad y la maestría de alguien que ha contado muchas veces su historia—. Mi madre trabajaba como camarera, y pasaba casi todas las tardes y las noches fuera de casa; por eso yo no la veía mucho y me prometí no ser nunca camarera. Para pagarme los gastos mientras estudio Bellas Artes, trabajo de stripper a través de mi webcam.

Juro que sólo entonces miré así a Beata: una chica muy guapa, de veintitantos, melena castaña, ojos verdes y una figura escultural: pechos turgentes, caderas y trasero prominentes, piernas largas y tersas, etcétera. Intenté no ponerme aún más nervioso.

—Pero hace dos años —continuó Beata—, hace dos años descubrí que mi madre en realidad no era camarera, sino prostituta. Había sido puta, ¿puedes creértelo? Me costó aceptarlo, especialmente que me lo hubiera ocultado. Obviamente, supuse que no me lo dijo para no pervertirme ni estigmatizarme. Era mejor que yo pensara que era camarera a puta. Cuando le pregunté a mi abuela, resulta que tampoco sabía a qué se dedicaba realmente su hija muerta. Nos había engañado a las dos. Aproveché y solté el resto: le confesé a mi abuela que yo trabajaba de stripper online. Mi pobre abuela tenía una hija prostituta y una nieta stripper. Lloramos mucho aquella tarde pero por la noche ya llorábamos de la risa: yo no había querido ser camarera pero había terminado con una profesión similar a la de mi madre. El destino es un guasón.

—Como en una tragedia griega —le dije.

—No, como en una película de Almodóvar —se rio Beata—. En fin, acabo ya. Fue aquella noche, bañada en lágrimas mías y de mi abuela, cuando decidí investigar la verdadera historia de mi madre. Me propuse realizar un documental biográfico que reconstruyera su vida secreta. Encontré a algunos exclientes suyos y varias excompañeras de trabajo, entrevisté a los que se dejaron, que fueron pocos; también aparecemos mi abuela y yo. El título será Cómo conocisteis a mi madre.

—¿Como Cómo conocí a vuestra madre?

—Sí, es un guiño a la serie de Ted Mosby para que tenga más gancho. Cuando tuve un poco de material fui al museo de Maria a pedir financiación, pero nos mandaron a mí y a mi documental al carajo. He probado en otros museos y fundaciones artísticas, pero a nadie le interesa subvencionar Cómo conocisteis a mi madre, todos le decían no a la historia de una puta grabada por su hija, una stripper. Rechazo a rechazo, me fui dando cuenta de que la prostitución todavía es un gran tabú en Polonia, a pesar de ser una de las mecas europeas del turismo sexual. Entonces descubrí que mi obra también denunciaría este silencio oprobioso que pesa sobre las polacas que ejercen la profesión de mi madre (y, de paso, la de stripper, igualmente vergonzosa para nuestra sociedad).

Habían llegado un chico y una chica, que permanecían callados al lado de Beata. Miraban algo escandalizados a su amiga, que les sonrió para tranquilizarlos. Esta escribió algo sobre una servilleta y me la entregó.

—Es mi nombre en Skype. Agrégame y seguiremos hablando.

Si no fuera profesor de español, ¡ay!, no habría encontrado historias impagables como la de Beata.


4. Seksmisja

—Yo te contaré todo lo que quieres saber, pero vas a tener que pagar por mi tiempo. Igual que los demás, no puedo hacer una excepción. La historia de Cómo conocisteis a mi madre es buena; merece la pena el desembolso, podrás escribir un relato fantástico con ella. Y si no quieres que me desnude, puedo hacerte un pequeño descuento, eso sí. Pero hay que pagar: mi tiempo es oro, como el de cualquiera.

Entonces no logré explicarme cómo era posible que Beata supiera que yo quería escribir su historia, pero me importó bien poco: la codicia literaria arrumbó la precaución y la sospecha.

En mi portátil, Beata estaba en lo que supuse que era su dormitorio. Llevaba un albornoz rosa y su pelo era un poco más oscuro que la primera vez que la vi, aún estaba húmedo. Oí una voz de mujer que la llamó un par de veces desde fuera de la habitación; Beata le gritó que estaba trabajando.

—Es mi compañera de piso —aclaró—. Sigue sin acostumbrarse a que trabaje desde casa.

La conexión de Skype era perfecta, así que en mi pantalla percibía todos los detalles: el albornoz entreabierto que ocultaba pero incitaba a imaginar, un mechón mojado cruzando adrede o espontáneamente la frente, la rotación a izquierda y derecha de la silla de cuero negro en la que estaba sentada. Detrás, se podía ver una cama doble y un póster de Seksmisja, una comedia polaca de ciencia-ficción.

—¿La has visto? —me preguntó, moviendo la webcam para que enfocara el póster—. Era una de las películas favoritas de mi mamá.

—Claro —le dije—. Es divertida, pero no entiendo por qué es tan aclamada.


Seksmisja es una de las películas polacas más populares todavía hoy en día, a pesar de que fue grabada en 1984. Los dos protagonistas despiertan después de un largo periodo de hibernación en un mundo postapocalíptico en el que sólo hay mujeres: la radiación ha eliminado a los hombres y ha obligado a las supervivientes a vivir bajo tierra. Las mujeres quieren "neutralizar" a los dos prisioneros de sexo masculino, es decir, transformarlos en mujeres. Estos huyen y salen al mundo exterior, arriesgando su vida en pos de la libertad. Los dos héroes no encuentran el paisaje nuclear que esperaban, sino simple y llanamente el mundo, nuestro mundo, pero vacío y esperando a ser repoblado: un puto jardín del Edén. La moraleja de la alegoría está clara: el régimen engaña a sus ciudadanos para controlarlos.

—Es muy fácil —dijo Beata mientras se pintaba las uñas del pie derecho sobre la silla de cuero y me mostraba cuán larga era su pierna—: Seksmisja es un mito fundacional polaco: revive los años de lucha contra el régimen socialista. A los polacos nos gusta recordar que nuestro país nació entonces, en las luchas de los años ochenta, haciendo frente al opresor. Seksmisja es una fantasía política: la del guerrero polaco. Pero también es una fantasía sexual masculina: la del hombre solitario rodeado de mujeres. Luchar para follar podría ser el subtítulo de la película. ¿Hay una fantasía más troglodita, más patriarcal? En fin, Seksmisja es popular porque combina estos dos estereotipos en una sola película. Obviamente, para una feminista como yo, el mensaje de Seksmisja ha quedado obsoleto. Me gustaría pensar que también para el resto de mujeres, pero no todas piensan igual: el feminismo ya ha quedado desacreditado.

—Entonces, ¿por qué tienes el póster en tu cuarto?

—Joder, pues porque mis clientes son hombres, como tú. Pero vamos a ponernos manos a la obra, porque el tiempo corre —me mostró un temporizador con forma de manzana—. Ya han pasado quince minutos y las sesiones son de media hora. A partir de entonces, cobro el doble. Aunque me interesa contarte mi historia y no tenga que desnudarme ni bailar, sigo ganando más dinero como stripper.


5. Cómo conocisteis a mi madre

Beata me contó que lo descubrió trabajando. Uno de sus clientes, de nickname Piotrek_23, le escribió por el chat: ¡mierda, yo follé contigo hace veinte años! Beata llevaba varios minutos bailando cuando leyó de reojo uno de los mensajes de Piotrek_23; entonces se sentó en la silla y le preguntó si quería que siguiera con el striptease o qué. Piotrek_23 insistió en que se había acostado con ella varias veces en un puticlub de Cracovia, que era imposible que la olvidara, aunque entendía que ella no recordara a sus clientes después de tanto tiempo; Beata le explicó que ella no era una puta y que sólo tenía veintiún años: lo que dices es imposible a menos que seas un puto pederasta, dijo mientras se ponía el albornoz, lo siento pero voy a tener que cerrar la sesión de Skype. No lo hizo, porque leyó lo que había escrito: aquella mujer tenía en el bajo vientre un tatuaje de un monigote acunando a un bebé.

Beata recordaba perfectamente la obra de Keith Haring que inspiró aquel tatuaje, pero ella no tenía ninguno: no le gustaban y a diferencia de su madre nunca había tenido la necesidad de camuflar la cicatriz de la cesárea; sin embargo, había heredado de ella su pasión por el arte. Entonces detuvo el temporizador con forma de manzana, desactivó la webcam y estuvo más de una hora chateando con Piotrek_23. Sólo volvió a activar la cámara para mostrarle una foto de su madre de joven. Aquel le confirmó que se había acostado con aquella chica: era muy guapa, muy buena haciendo lo suyo, muy auténtica, es casi imposible olvidarla. Si no eres tú, ¿qué pasó con ella? Esto fue lo último que escribió Piotrek_23 antes de que Beata se desconectara. Aquella noche, no fue capaz de trabajar más; tampoco logró dormir.

A pesar de todo, no terminaba de creérselo, o no quería creérselo, pero al día siguiente visitó el prostíbulo indicado por Piotrek_23. Desconfiaron de ella, naturalmente, pensaron que tal vez era de la policía o de la prensa, hasta que vieron la foto de la madre: era la misma Beata en los años ochenta, los años de Seksmisja. Nadie recordaba a aquella mujer, pero le dijeron que visitara otro puticlub en el que trabajaban algunas prostitutas, chulos o seguratas que podrían haberla conocido. Así Beata comenzó un largo periplo por prostíbulos, bares de mala muerte y locales de striptease; era la versión polaca de Airbag, aunque en este caso la protagonista sólo buscaba sus raíces, quizás tan valiosas como el anillo de compromiso de la película española. Desde el principio de la investigación, Beata fue tomando notas acerca de sus avances: aún no estaba segura de lo que haría con aquella información, pero su instinto de artista guiaba sus pasos. Me leyó algunos fragmentos; por ejemplo, recuerdo el día en que un proxeneta le prometió decirle dónde se encontraba su madre a cambio de sexo y de trabajar para él: si se prostituía, Beata se podía hacer de oro, porque de tal palo tal astilla.

Finalmente encontró a una mujer, ya retirada y propietaria de un "hostal decente", que reconoció o recordó a Beata antes de mostrarle la fotografía. Supo que no mentía porque cuando le dijo que su mamá estaba muerta no pudo reprimir unas lágrimas. Por la tarde Beata visitó a su abuela y se lo contó todo, incluido que trabajaba como stripper. Aquel día tuvo un superávit de epifanías: la última fue la decisión de transformar su dolorosa experiencia en arte, la realización del documental Cómo conocisteis a mi madre. La excompañera de su madre la puso en contacto con otras personas que la conocieron y Beata se puso manos a la obra.

Armada solamente con una cámara digital, recopiló gran cantidad de material muy diverso. Nunca llegué a verlo, porque Beata era muy recelosa, pero en las múltiples —y caras— sesiones de Skype sin striptease que mantuve con ella me puso al corriente de lo que había grabado y de la estructura que habría de tener la versión final de Cómo conocisteis a mi madre. En un larguísimo plano secuencia captó todas las imágenes que tenía de su madre y de su padre, el gran ausente: dispuso las fotos de los álbumes familiares en el suelo de la casa de su abuela, desde la cocina hasta la entrada, pasando por el balcón, subiendo y bajando al primer piso y entrando y saliendo del trastero; aunque esperaba que un director más competente y con mejor equipo pudiera volver a grabar la secuencia de las fotos familiares, la idea de Beata era utilizarla como introducción del documental, probablemente acelerada para que no se hiciera tan tediosa. A continuación aparecerían varios vídeos de striptease online de Beata, en los que se veía cómo era su trabajo, así como una pequeña muestra de su vida diurna, universitaria. Después de presentarse, era el turno de que la abuela narrara la biografía oficial de su hija, la madre de Beata, que vivió la mayor parte de sus años en Cracovia, pero también pasó dos en Londres, donde supuestamente empezó todo: allí comenzó a trabajar en la calle y también allí conoció al padre, polaco, que la abandonó cuando regresaron a Cracovia porque estaba embarazada; de hecho, la financiación que Beata le pedía al museo de mi estudiante Maria sufragaría, entre otras cosas, un viaje a Londres. Luego vendría la lectura de la conversación por chat que Beata mantuvo con Piotrek_23 —quien se negó a ser filmado y a revelar su identidad—, alternada con breves tomas de los prostíbulos en los que habría trabajado su madre. El plato fuerte del documental eran las entrevistas realizadas a las mujeres que trabajaron con Beata y a dos clientes que, a diferencia de Piotrek_23, pudo convencer de que dieran un paso adelante y aportaran su testimonio. Tras las entrevistas se desvelaba el colofón de Cómo conocisteis a mi madre: en un plano cenital sobresalía, entre otros papeles, el certificado de defunción de la madre. La causa de la muerte, oculta hasta entonces, habría sido el sida, probablemente contagiado durante su actividad como prostituta. También en esto su madre fue una pionera en Polonia.

Pese a todo, a Beata aún le faltaba mucha información: no sabía por qué su madre había empezado a prostituirse, ni quién era realmente su padre, al que nunca conoció, ni quién le contagió el VIH. Para seguir adelante con su proyecto, necesitaba financiación.


6. Escribir

En las primeras sesiones de Skype con Beata, reviví algunos momentos de mi adolescencia. Me acordé de un par de compañeros de instituto a quienes les habían llegado carísimas facturas de Internet por haber contratado servicios de webcam porno. El miedo, o la intuición de que aquellas páginas web eran peligrosas, me impidió disfrutarlas entonces. Más de diez años después, me había dado por conectarme a una de ellas, pero la mujer que me hablaba al otro lado estaba vestida; es cierto que también se estaba desnudando, aunque de otro modo.

Después de bastantes horas en la webcam, tuve la sensación de que Beata ya había exprimido totalmente su historia. Faltaban unas cuantas piezas para completar el rompecabezas, pero yo no podía conseguirlas. Me costó un poco decirle que quería dejar de hablar con ella por Skype y, sobre todo, que quería dejar de pagarle tanto. Pero al fin lo hice y no supuso ningún drama. Cuando mis clientes se han saciado, se desconectan sin más, me dijo Beata a modo de despedida.

Dediqué las semanas siguientes a intentar escribir la historia de Beata y de su documental. Era consciente de que sería un relato incompleto, pero no me importaba: había pagado mucho dinero por él y tenía que escribirlo. Además, no hay nada tan incompleto como la vida, que siguió mientras yo trataba en vano de capturar con palabras un pequeño fragmento de ella. En mis ratos libres escribía y, entretanto, mis clases tampoco se detenían: escuché otras historias, presencié otras confusiones y tomé otras Cervantes con otros estudiantes. Como muchas veces me había sucedido, la rutina acabó engullendo la historia de Beata y no me dejó demasiado tiempo ni energía para escribirla. Me olvidé de Beata y de mi relato, que quedó tan inconcluso como aquello que aspiraba a reflejar.

Un sábado fui con un amigo polaco al museo en el que trabajaba Maria, la estudiante y comisaria artística que me puso en contacto con Beata. Después de ver un par de exposiciones, me picó la curiosidad y pregunté en la oficina de información por Maria, pero no la conocían. Tampoco habían oído hablar de ella en las taquillas ni en la cafetería ni en el ropero ni en la tienda. Hablé con los guardas de seguridad y con dos guías del museo; uno de estos, el más veterano, me aseguró que en aquel museo no tenían ni habían tenido a ninguna comisaria artística llamada Maria. Al final nos fuimos sin haber esclarecido aquello, porque mi amigo estaba a punto de perder la paciencia y creo que empezaba a pensar que yo acosaba a la tal Maria.

Otro sábado, esta vez al mediodía y unos meses más tarde, me pareció ver a Beata en el Starbucks de Galeria Krakowsa, un centro comercial del centro de Cracovia. Concretamente, estaba sentada en una silla del Starbucks del primer piso (en la planta -1 hay otro). Quise entrar a saludarla, pero una extraña sensación me lo impidió: era la primera vez que observaba a Beata sin que ella fuera consciente de mi mirada y de mi presencia, a unos metros de ella, mucho más cerca que en cualquiera de nuestras sesiones de Skype. Estaba apenas escondido tras el cristal, espiándola y esperando algún gesto especial: Beata jugueteaba ausente con el móvil, miró un par de veces hacia la barra como si también esperara algo o a alguien, se echó atrás el pelo que le caía sobre la frente, miró hacia todas partes sin llegar a verme. No hizo nada nuevo: aquella Beata era la misma que yo había visto por mi webcam. Definitivamente, la analógica reaccionaba a la observación con la misma naturalidad o artificialidad que su versión digital, y tampoco importaba que advirtiera o no la presencia de un mirón. Cuando ya me iba, una mujer se acercó a Beata, puso una bandeja con dos cafés enormes sobre la mesa y se sentó frente a aquella. No pude verle la cara porque estaba de espaldas a mí. Me dio la impresión de que conversaban medio desganadas, sin prestarse mucha atención, dejando frases a medias y preguntas sin responder para consultar sus móviles; eran dos personas demasiado acostumbradas a la presencia de la otra, quizá dos compañeras de piso, quizá una madre y una hija. Decidí meterme en una tienda cercana, desde donde podía controlarlas, y aguardé a que terminaran sus cafés. Al salir, pasaron cerca de mí y pude identificar a la acompañante de Beata: era Maria, mi estudiante, la comisaria artística. Me costó creerme aquella casualidad tan conveniente. Hablando y paseando tranquilamente, fueron a una tienda de ropa (creo que era Pull&Bear) sin notar que las estaba siguiendo. Durante media hora, fui su sombra: entraron y se probaron ropa, sobre todo Beata, hicieron la compra en el supermercado, estuvieron en una perfumería, en una óptica Maria se probó varias gafas y finalmente se metieron en el cine, donde decidí perderles la pista y volver a casa. En ningún momento me sentí culpable por espiarlas, porque al fin y al cabo había pagado por aquella historia impagable.

Desde la persecución por el centro comercial, no he sabido nada más de Maria ni de Beata. Podría contactar con Beata por Skype y, por un módico precio, preguntarle qué hacían ella y Maria juntas, pero prefiero no hacerlo. La próxima vez que la vea, sólo intentaré averiguar cómo va su documental. Cuando me encuentre a Maria, le pediré más anécdotas de artistas.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Siempre llego tarde, Casciari

Lo odio y sin embargo no puedo evitarlo: siempre llego tarde.

Llegué tarde al cine muchas veces. No vi Airbag cuando salió y debía verla, en 1997, sino a mis veinte años, en 2006. Lo mismo me pasó con otras joyas españolas de mis años mozos: llegué tarde a El día de la bestia (1996), Tesis (1996), Abre los ojos (1997), El milagro de P. Tinto (1998), Torrente (1998), La lengua de las mariposas (1999) y Los lunes al sol (2002). Fue también alrededor de la veintena cuando vi películas extranjeras como El silencio de los corderos (1991), Reservoir Dogs (1992), La lista de Schindler (1993), Trainspotting (1996), American Psycho (2000) y Memento (2000). No descubrí Fargo (1996), El gran Lebowski (1998) y otras maravillas de los Cohen brothers hasta que vine a Cracovia en 2012. Aquí también he conocido con un retraso notable el cine de Krzysztof Kieślowski y el de Berlanga, los guiones de Charlie Kaufman y de Rafael Azcona. No había visto nada de Emir Kusturica hasta 2013, cuando visité los Balcanes por primera vez.

Llegar tarde es vivir en diferido.

Llegué tarde a las series. Cuando empecé a ver Prison Break, The Wire, Twin Peaks, The Sopranos y Lost, ya estaban todas acabadas —cronológicamente o estéticamente—. En ningún caso tuve el placer de comentar en directo su desarrollo y tampoco de esperar ansioso a que salieran nuevos capítulos. Ahora estoy con Treme y lo único que le impone ritmo a la visualización de los capítulos es mi tiempo libre.

Llegué tarde a la música también. Cuando en 1994 Kurt Cobain se suicidó, yo aún no tenía ni idea de lo que era el grunge. Un año después, Kyuss grababan ...And the Circus Leaves Town y poco después se separaban sin que yo hubiera escuchado todavía ninguna de sus canciones. Alrededor de estos años, los Guns N' Roses se disolvían y yo no había oído hablar de Axl Rose ni de Slash. En 2004 no pude llorar el asesinato de Dimebag Darrell, porque sólo escucharía el Cowboys from Hell de Pantera unos años después. Hace poco pude ir a un concierto de Deep Purple, pero también llegué tarde: no eran más que unos zombies, virtuosos pero igualmente muertos.

Llegué tarde a otras de mis pasiones. Por ejemplo, a viajar: me costó salir de casa y descubrir un poco de mundo, especialmente la apasionante Europa Central y del Este, en concreto Polonia, fantástica a pesar de su conservadurismo. Por ejemplo, a tocar la guitarra: cuando empecé ya era demasiado mayor para llegar a ser bueno. Por ejemplo, a la literatura: malgasté la infancia y la adolescencia en otras tonterías, por lo que llegué tarde a Mark Twain, Verne, Jack London, Stevenson, Tolkien, H. G. Wells, Salgari y demás.

Pero de nada me arrepiento tanto como de haber llegado tarde a Hernán Casciari.

* * *

Hace cosa de un año, un compañero de trabajo me dijo: tienes que leer a Hernán Casciari, güey, lee este texto sobre Messi. Pero no le hice ni caso. Como yo, mi amigo es profesor de español para extranjeros; por entonces, él estaba dando una clase de literatura hispanoamericana en la misma escuela de idiomas donde trabajo. Un día, me imprimió dos cuentos de Casciari y me los puso en la mano: tienes que leer a Hernán Casciari, güey, es un argentino que vive en Barcelona y escribe chingón, me dijo, y luego me invitó a asistir a una de sus clases de literatura, dedicada a Casciari. Varios de los estudiantes (polacos) ya lo conocían, pero yo no. Hernán Casciari nació en 1971, tiene 44 años: que diez polacos, un mexicano y un español hablen con placer sobre sus cuentos durante una hora y media en una escuelita de Cracovia no es el principio de un chiste, sino un honor mayor que ganar el Nobel.

Llegué tarde a Más respeto que soy tu madre, la blogonovela que Casciari escribió entre 2003 y 2004, pero por suerte se puede leer gratis en Internet. La protagonista y narradora es Mirta Bertotti, un ama de casa argentina con bastante gracia para contar sus anécdotas cotidianas. Desde entonces, Casciari arrastra una merecida legión de fans —argentinos, españoles, mexicanos, uruguayos, peruanos, chilenos, etc.— que comenta sus relatos; cada texto suele tener más de cien comentarios que lo alaban, critican y corrigen: la envidia de cualquier escritor. Los Apocrifílicos etiquetarían Más respeto que soy tu madre como una falsa biografía; de hecho, muchos lectores creyeron que Mirta Bertotti existía de verdad. Yo no lo pensaba, por supuesto, porque estaba llegando tarde. También llegué tarde a las adaptaciones teatrales que se hicieron después; llegué tarde incluso a las ediciones en papel de la novela. El 27 de febrero de 2004, Hernán Casciari desveló que él era Mirta Bertotti con un texto llamado "El viejo folletín y las nuevas tecnologías".

Llegué tarde a Orsai, el blog que este texto inauguraba. En Argentina, orsai significa offside, es decir, fuera de juego: Casciari escribía descolocado, alejado en Barcelona de su tierra natal, cuentos, crónicas y ensayos. Su estilo es directo y sobrio, generalmente cómico, por lo que muchos lo consideran erróneamente literatura popular, subliteratura. Mis favoritos son los relatos autoficcionales, como los dos que me pasó mi amigo mexicano ("Canelones" y "Finlandia"), aunque Casciari había inventado una expresión mucho mejor para designar esta manera de narrar mezcla de autobiografía y ficción: la anécdota mejorada (véase el cuento "Los dos rulfos").

Con considerable retraso, me puse manos a la obra: el 30 de junio de este año empecé a leer Orsai. Entre algunos cuentos geniales y otros no tanto, posts meramente informativos y obras literarias de alto calibre, se iba desvelando una larguísima autobiografía: si mis cálculos no fallan, Casciari ha publicado 408 textos entre 2004 y el 27 de octubre de 2015.

Post a post, fui descubriendo que Hernán Casciari era un gordo que nació en Mercedes, que fue a Francia porque le habían dado un premio a uno de sus relatos y que en ese viaje conoció a su futura esposa, catalana, que se instaló en Barcelona y que tuvieron una hija, que su mejor amigo era El Chiri, que odiaba trabajar, que no soportaba a los españoles, que echaba de menos Argentina, que le encantaba fumar porros y gastar bromas, que le daba miedo hablar en público, etc. En muchos textos criticaba España y a los españoles, lo que daría lugar al libro España decí alpiste (2008). Con los cuentos más autobiográficos compuso la novela El pibe que arruinaba las fotos (2009), probablemente su mejor obra. Más adelante publicó Charlas con mi hemisferio derecho (2011), El nuevo paraíso de los tontos (2015) y Messi es un perro y otros cuentos (2015). Llegué tarde a todos estos libros, claro, pero por suerte los textos que los conforman pueden seguir leyéndose en su blog. Mientras tanto, Casciari aún sacó tiempo para escribir fuera de Orsai algunas blogonovelas —El diario de Letizia Ortiz Yo y mi garrote— y Espoiler, un blog de El País sobre series (si lo hubiera conocido entonces, quizá no habría llegado tarde a tantas).

Mientras leía Orsai, entendí por qué el subtítulo del blog era "Lo que empezó siendo un blog puede convertirse en cualquier cosa", especialmente con "Renuncio", un texto de septiembre de 2010 en el que Casciari anunciaba que dejaba de colaborar con El País y La Nación, así como con las editoriales de Random House Mondadori que venían publicando sus libros. A la vez, decía que junto a su amigo del alma, El Chiri, estaba creando una revista de literatura llamada, cómo no, Orsai. Una revista de creación —relato, crónica, poesía, ensayo, cómic, ilustración— sin publicidad y sin intermediarios, de unas 200 páginas y aun así disponible y asequible en todo el mundo. Llegué tarde a la revista Orsai, claro, pero por suerte Casciari y El Chiri decidieron que también se pudiera leer gratis en Internet. En tres años editaron 16 números, en los que publicaron a autores como Agustín Fernández Mallo, Andreu Buenafuente, Edmundo Paz Soldán, Gabriela Wiener, Ignacio Escolar, Joyce Carol Oates, Juan Villoro, Junot Díaz, Leila Guerrero, Lorrie Moore, Nacho Vigalondo, Nick Hornby, Santiago Roncagliolo y muchos más. Los lectores colaboraban en la distribución, se reunían para leerla y conocerse, se organizaban fiestas para celebrar los diferentes números, etc.; los posts relacionados con la revista tienen un aire de autoayuda que en otro contexto molestaría: todo parece demasiado perfecto, demasiado rosa.

Después del blog y de la revista, el paso lógico era la editorial: en "Adiós, industria editorial" Casciari creaba la Editorial Orsai. Ha publicado en ella a otros autores, así como sus propios libros, que siguen disponibles en Internet para los que no tengan dinero o siempre lleguen tarde. Casciari también empezó a leer sus cuentos para la radio argentina. Llegué tarde a sus podcasts, claro, pero se pueden escuchar online. En "Nos vamos de viaje", Casciari anunciaba que él y El Chiri ofrecerían talleres literarios para escribir "anécdotas mejoradas". En 2014, los impartieron en Argentina y Uruguay, pero también en Barcelona y Madrid. Llegué tarde, sin remedio esta vez.

El 25 de octubre de este año terminé de leer todas las entradas de Orsai. El 27 de octubre, Casciari publicó un relato llamado "Lo que salvamos del incendio". No era su mejor texto —de hecho, últimamente me parece que la calidad de sus cuentos ha bajado un poco— pero era el primero que yo leía el mismo día que se publicaba. Sin retraso. En directo. Puntualmente. Ya no volveré a llegar tarde, Casciari.

miércoles, 21 de octubre de 2015

El tiranosaurio

Antes de mi fugaz amistad con Eric el verano de 1999 o 2000, yo todavía era un niño gordo y friki. No demasiado gordo, la verdad, más bien gordito, aunque sí lo suficiente para no poner aquí mi foto, ahora, y para ser ignorado por las chicas e insultado por algunos chicos, entonces. Pero debo reconocer que esto era en parte culpa mía: de entre los tipos de gordos que un gordito como yo podía elegir ser, escogí el peor.

Podría haber decidido ser un gordo divertido: el que aplaca los insultos (gordo de mierda, zampabollos) con una broma y hace desternillarse a todo el mundo; sin embargo, no aprendí a reírme de mí mismo hasta más tarde, mucho después de haber conocido a Eric. O podría haber adoptado el rol del gordomudo: el que frente a los insultos (seboso, fatibomba, vacaburra) se queda en silencio; no obstante, mi joven yo gordito menospreciaba la pasividad. También podría haberme convertido en un gordo empollón: el que ignora los insultos (foca monje, bola de grasa, gordinflón, cachalote) enfrascándose en los estudios. Si rechacé estas máscaras gordas fue porque todas ellas aceptaban en mayor o menor medida la gordura —rectifico: aceptaban la gordura en mayor medida—; como yo me negaba a reconocerla, no podía ser sino un gordito resentido: el que contesta los insultos con más insultos.

Ni mi actitud ni mi aspecto me hacían un chico muy sociable, así que llenaba mi tiempo libre con diversas actividades de las llamadas frikis: videojuegos, cómics, juegos de rol y de mesa, libros, cartas y demás entretenimientos. En realidad más que frikis eran solitarias, aunque por definición popular un gordito solitario sólo puede ser un friki. Mi juego favorito era también el que más me avergonzaba: los muñecos.

Tenía muñecos de mis superhéroes preferidos (Spiderman, Son Goku, Batman, varios G.I. Joes, los X-Men, los Cuatro Fantásticos) y de sus correspondientes villanos (el Doctor Muerte, Magneto, el Duende Verde, Vegeta, Freezer, el Joker), pero también de héroes más humildes y anónimos (piratas, vaqueros, soldados) y alguno de héroes cotidianos (policías, bomberos, médicos). Con estos muñecos, creaba historias donde los enfrentaba en violentísimas peleas a muerte. No recuerdo por qué luchaban —¿por amor, por dinero, por venganza, qué importa?—, pero sus combates eran largos y crueles y acarreaban numerosas bajas. Los primeros en morir eran los policías y los bomberos, seguidos por los soldados; los que tenían nombre propio sobrevivían un poco más. Para darle más realismo y dramatismo al juego, les pintaba heridas y cicatrices a los muñecos, fueran buenos o malos; usaba un rotulador permanente rojo y otro negro. Como en los videojuegos y en las novelas de aventuras, después de vencer a diversos enemigos secundarios, el héroe principal, que solía variar en cada historia, debía hacer frente al malo malísimo, que siempre era el mismo: el tiranosaurio. El muñeco del tiranosaurio era más grande que el resto y, por tanto, más poderoso y malvado. Tras una ardua batalla, ayudado por diversos héroes que habían ido falleciendo, el bien se imponía sobre el mal. El panorama resultante era desolador: la alfombra de mi habitación estaba cubierta de cadáveres, incluido el del tiranosaurio. El héroe principal y yo teníamos más pintadas rojas y negras que nadie.

A pesar de estos juegos tan violentos, a mis doce o trece años yo aún era un niño. Creo que me aferraba a los muñecos porque representaban mi niñez, por eso me daba tanta vergüenza que los demás supieran qué hacía encerrado en mi habitación y hablando solo. Otros niños jugaban al fútbol o al baloncesto, molestaban a las chicas, se tiraban piedras o castañas pilongas, iban al cine, se la cascaban, empezaban a fumar a escondidas o robaban chucherías: estaban en un estadio de madurez superior al mío. Yo no era tonto, pero iba retrasado en comparación con el resto. Había descubierto la identidad de los Reyes Magos a la vez que mi hermana, tres años menor que yo; me llevó unas Navidades más asimilar que el Papá Noel y el Tió tampoco existían. Supongo que mis padres me apuntaron a un campamento de verano en 1999 o 2000 —les he preguntado pero no se ponen de acuerdo con la fecha exacta— para darle un último empujoncito a mi vieja infancia; o quizá sólo estaban hartos de tenerme en casa durante todo el mes de agosto.

Con doce o trece años, yo era el único de mi clase que aún no había ido nunca a unas colonias de verano, incluso mi hermana había asistido a varias. Y si mis padres no me hubieran inscrito a la fuerza probablemente ahora seguiría siendo un niño gordito y friki. No apreciaban que quizá la peculiaridad de mi adolescencia era que se trataba de una prolongación de la infancia. Me subieron a un autobús y se despidieron de mí como si me mandaran a la guerra.

Durante varias horas les guardé un rencor infinito, pero cuando me encontré entre los demás niños del campamento se me olvidó en seguida. Los monitores nos dividieron en grupos para que nos fuéramos conociendo. En el mío había dos chicos bastante más gordos que yo —un gordo divertido y un gordomudo—, lo cual me animó: en la pandilla de los gordos el gordito es el rey. También identifiqué rápidamente a un par o tres de matones en potencia, de los que me mantuve a una distancia intermedia, ni muy cerca ni muy lejos, para poderlos analizar e inventar un insulto adecuado a cada uno. Había chicas, pero en aquella época aún no me interesaban mucho —era un sentimiento recíproco—. Finalmente, detecté a un niño callado, más retraído y antisocial que yo y que el gordomudo juntos; nos dijo con un acento raro que se llamaba Eric. Volví a acordarme de mis padres: estaba seguro de que me habían enviado a un campamento de niños con problemas.

Todo fue bien —me junté con los gordos, no eché mucho de menos a mis padres, nadie se metió conmigo ni yo con nadie, me divertí bastante jugando y realizando varias actividades— hasta el tercer día. Después de hacer una excursión y de comer —y de esperar un buen rato para evitar los cortes de digestión—, los monitores nos dejaron bañar por primera vez en un río cercano. Los tres gordos nos quitamos la ropa apartados de los demás, hermanados en la vergüenza de nuestros pálidos y fofos michelines. Uno de los matones que había identificado el primer día se nos aproximó, seguido de dos chicos más. Era más alto que los demás y tenía las orejas de soplillo, la izquierda con un aro dorado; estaba tan flaco que se le marcaban todos los huesos y los músculos, como a mis superheroicos muñecos.

Insultó primero al gordomudo, el más gordo de los tres, y no dijo nada, ni él ni nadie. Luego insultó al gordo gracioso, que hizo una broma que no logró hacerme reír. A mí me llamó puto Oso Yogui, que era un insulto que ya había oído antes porque además de gordito era incipientemente peludo. Como siempre que me insultaban en la escuela, le contesté con toda la mala leche y creatividad de la que estaba capacitado, no en vano era un gordito resentido. Tras mi insulto, me solían llamar otra cosa, yo volvía a insultar a mi interlocutor y así sucesivamente, hasta que uno de los dos contendientes se cansaba e insultaba a otro que estuviera por allí cerca.

Así, después de que el abusón me llamara puto Oso Yogui, les pregunté a los que estaban a mi alrededor si alguien había traído un látigo para domar a aquel puto Dumbo; con las manos me puse las orejas de soplillo para asegurarme de que entendía el insulto. Logré que el gordomudo despegara los ojos del suelo a tiempo para ver cómo el puto Dumbo me daba un puñetazo en la barriga. Caí de rodillas al suelo y me dio una patada en el brazo.

Mientras vomitaba el bocadillo de tortilla que acababa de comer, me pregunté qué coño estaba pasando. ¿Por qué me estaba pegando aquel imbécil? Aquello no era lo habitual, él tenía que volver a insultarme y yo a él y nada más, nada de violencia. No entraba dentro de mis pronósticos que alguien me pudiera pegar por insultarlo, especialmente si antes me había llamado puto Oso Yogui. Para mí, dar un puñetazo era romper el contrato entre los que se insultan.

Cuando el matón se quedó tumbado boca abajo, el labio ensangrentado frente a mí, todavía entendí menos. Sobre mi vómito amarillento cayeron un par de gotitas de su sangre. Levanté los ojos y vi al niño de acento raro, Eric. Gritó algo que no logré comprender, pero que era tan terrible como su mirada colérica, y los dos que acompañaban a Dumbo salieron corriendo. El abusón se intentó poner de pie, pero Eric hizo un amago de puñetazo y aquel volvió a sentarse. En seguida llegaron los monitores y sujetaron a Eric.

Por la noche, el puto Dumbo se me acercó y me pidió perdón a regañadientes. Traté de localizar a mi protector, pero no lo encontraba. Uno de los monitores me dijo que estaba castigado en su habitación y que el día después llamarían a sus padres para que lo fueran a buscar. Le conté entonces todo lo que había pasado e intenté hacerle entender lo injusto que estaban siendo con él: al que tenían que expulsar, en todo caso, era al matón orejudo. Después de hablar con varios monitores e insitirles, tras pedirles al gordomudo y al gordo gracioso que también declararan en su defensa, conseguí que Eric se quedara en el campamento.

El cuarto día, abandoné el grupo de los gordos y Eric y yo estrenamos nuestra amistad en solitario. Le agradecí lo que había hecho por mí y le dije que antes de mi intervención los monitores querían mandarlo a casa. Le pregunté si era catalán o castellano o qué, porque su acento no me era nada familiar. Él me me echó una mirada colérica y me devolvió la pregunta: ¿y tú, de dónde eres? Le contesté que yo era catalán, o español, o español y catalán y/o viceversa, o ni catalán ni español sino una mezcla de ambos. (A los doce o trece años aún no era consciente de mis problemas de identidad nacional porque tenía otro problema más gordo.) A Eric le hizo gracia mi respuesta y me dijo que él también me iba a confesar algo:

—No soy ni español ni catalán, sino bosnio. Y en realidad no me llamo Eric sino Eris, como mi abuelo. Eris es un nombre bosnio, pero tampoco se lo digo a nadie. Me da vergüenza...

Eris me explicó que su familia había huido de la guerra y que habían decidido quedarse a vivir en España. Él no quería volver a Bosnia, porque justo entonces empezaba a tener algún amigo. Pensé en mis muñecos y las peleas que organizaba con ellos y me dieron más vergüenza que nunca. Aquel niño tan similar a mí, un poco más flaco y más o menos de mi altura, era más heroico que cualquiera de mis infantiles muñecos.

—No se lo digas a nadie, ¿eh? —me dijo; claro que no, le respondí.

Para los que como yo han nacido en los años ochenta, las Guerras de la Antigua Yugoslavia fueron una constante de nuestra infancia. Hubo otros acontecimientos importantes, pero no tan cercanos ni violentos como lo que sucedió en Croacia, Serbia y Bosnia y Herzegovina. Mi generación descubrió la crueldad y la barbarie con las imágenes de aquellas guerras: en la televisión desfilaron refugiados, muertos, heridos, soldados, disparos, bombardeos y misiles que nos provocaban espanto y fascinación al mismo tiempo. Algunas palabras, como Milošević y limpieza étnica, nos cagaban de miedo sin entender su significado.

Eris venía de allí, del horror televisado. Esto explicaba en parte por qué me sentía tan deslumbrado por él. Pero había un segundo factor personal que contribuía a generar el aura alrededor de Eris: mi tío había ido a Bosnia con los cascos azules. El hermano menor de mi padre, que era militar de carrera y había estado y estaría en otros conflictos, pasó una noche en nuestro piso de Girona antes de partir. Yo tendría siete u ocho años y todavía no era un gordito. Pero recuerdo que gracias a la tele aquel campo semántico ya me era familiar: Yugoslavia, Croacia, Bosnia, Serbia, etc., y sabía que estaba emparentado con palabras como guerra y matanza. Antes de irme a la cama, le pregunté a mi tío por qué se iba a aquella guerra en Bosnia. Me contestó que se había comprado un casco azul para conducir su moto y que al verlo por la calle lo habían metido en un autobús y reclutado a la fuerza. Yo sabía que me estaba tomando el pelo, así que le dije que no me lo creía. Él se puso serio y me dijo que era la verdad. También se llevan a los niños preguntones, añadió y empezó a hacerme cosquillas por preguntón. Así de bromista era él.

La amistad con Eris fue muy intensa, pero no recuerdo mucho, porque hace ya demasiado tiempo. Recuerdo que algún día le confesé que todavía jugaba con muñecos y que organizaba peleas entre ellos. Eris no se rio de mí, así que le mostré el Spiderman que había llevado al campamento. A mí también me gustan los muñecos, me dijo, aún juego en casa aunque no tengo muchos. Le regalé mi Spiderman, que estaba un poco pintarrajeado de negro. Son las cicatrices de las peleas, le expliqué.

Me quedó grabada una frase que Eris me dijo, la misma que les espetó a los amiguitos del puto Dumbo después de haberle arreado el puñetazo. Marš u pićku materinu! Que en bosnio significa "¡piérdete en el coño de tu madre!" o "¡que te jodan en el coño de tu madre!" o algo así. Marš u pićku materinu, Dumbo! Me enseñó otras palabrotas e insultos bosnios, pero los olvidé completamente. (Cuando más de diez años después conocí a Ivana, mi novia, una de las primeras cosas que le dije fue esto, marš u pićku materinu! Se partió de la risa: Ivana es croata. Le pedí más insultos y me refrescó la memoria: Eris ya me había enseñado a decir "jebo ti bog mater" (Dios se folla a tu madre) y "jebem ti mater u po groba" (me follo a tu madre en su tumba), entre otros.) Desde el campamento, los insultos en español me parecen cosa de niños. Cagarse en la madre no es nada, follársela en su propia tumba es mucho peor. A mí me fascinaron, pero Eris insistió: no uses estos insultos en las colonias, por favor, ni en español ni mucho menos en bosnio.

Pese a todo, nuestra amistad duraría irremediablemente lo mismo que el campamento de verano: un par de semanas. Entonces no teníamos ni móvil ni Facebook ni correo electrónico y yo vivía en otra ciudad, por lo que estábamos condenados a perder el contacto. Sin embargo, la última noche sucedería algo que arruinaría la relación antes de que lo hiciera la falta de comunicación.

Los monitores nos llevaron otra vez al río donde Eris había pegado al orejón y espantado a sus compinches. Hicimos una fogata, comimos, cantamos canciones, etcétera. Junto a la hoguera y rodeado de los dos gordos y algún otro chico, le conté a Eris que mi tío había ido a luchar a Bosnia. Supongo que quería compartir con él algo que nos uniera aún más, algo que sellara nuestra amistad; quizá también quería alardear de nuevo amigo frente a los demás. Estos prestaban atención a lo que explicaba, por lo que me animé. Les dije que mi tío había formado parte de los cascos azules y que había matado a muchos malos para liberar Bosnia. Alguien le preguntó a Eric si era verdad que él venía de Bosnia. Contesté yo por él:

—Sí, es verdad, es bosnio y viene de la guerra y sabe hablar bosnio y su nombre real es Eris, no Eric.

Eris se levantó y me echó una mirada colérica. Pensé que me pegaría un puñetazo, como al puto Dumbo.

—Cállate, catalán gordo de mierda, tú no sabes nada. Ni siquiera podrías señalar Bosnia en un mapa, zampabollos castellano. No tienes ni idea de lo que es la guerra, seboso de mierda. Sólo la has visto en la tele, desde tu sofá de fatibomba. Yo vi a mi abuelo muerto frente a mi casa, vacaburra, con un tiro en la cabeza, alguien le había disparado y lo había dejado allí tirado como un perro, foca monje, mi madre tuvo que fregar la sangre de la puerta y los escalones cubiertos de negro, porque la sangre no es roja sino negra, bola de grasa, no es como en los putos dibujos animados ni como en tus putos muñecos de gordinflón. Nunca logramos limpiarla del todo, pero qué importa, puto cachalote, si al final nos fuimos. Subimos a un autobús y no volvimos jamás. Ni siquiera cuando me di cuenta de que me había olvidado mi muñeco favorito: mi dinosaurio. Probablemente alguien le pegó un tiro y lo dejó en medio de la calle.

Eris se quedó callado pero seguía en tensión. En vez de pegarme un puñetazo, dijo marš u pićku materinu y tiró el muñeco de Spiderman al fuego. No logré que volviera a hablarme y los monitores me aconsejaron que lo dejara en paz.

Al bajar del autobús en Girona, mis padres me preguntaron si me lo había pasado bien. Ahora me han dicho que pensaban que estaba triste porque dejaba atrás a mis nuevos amigos; no iban muy desencaminados. Aquella primera noche en casa, me sentí diferente. Aquel gordito ya no era el mismo gordito.

Antes de acostarse, el gordito sacó de debajo de la cama el pequeño baúl donde guardaba los muñecos y cogió el tiranosaurio. Tenía algunas pintadas rojas y negras, pero no se veían mucho sobre la granosa piel marrón. El gordito jugueteó ensimismado con su tiranosaurio. Pasado un rato, se puso de pie, abrió la ventana y lo tiró afuera. Se asomó y se quedó mirándolo un buen rato. Desde el segundo piso se podía ver perfectamente: estaba en la acera y se le había roto una pata, pero había resistido bien la caída. La calle estaba desierta: ni coches ni personas, sólo un tiranosaurio. En algún momento de la noche, el gordito cerró la ventana y se fue a dormir.

Cuando despertó, el tiranosaurio ya no estaba allí.