sábado, 30 de septiembre de 2017

#LeoAutorasOct

Las redes sociales generan opiniones opuestas, casi irreconciliables. Unos piensan que son nocivas, que nada bueno sale de ellas y que nos incomunican e incapacitan para la vida real; otros consideran que son positivas, que simplifican la vida, imposible sin ellas, e incluso que pueden ser un factor de cambio social. No voy a posicionarme, porque ambos bandos tienen parte de razón, pero he de reconocer que a veces surgen ideas o proyectos en las redes que hacen inclinar la balanza hacia el segundo grupo, más optimista. Por ejemplo, #LeoAutorasOct.

El verano de 2016 algunas tuiteras tuvieron la genial idea de dedicar el mes de octubre a leer solamente escritoras. Y recalco la terminación femenina: nada de leer libros escritos por hombres, solo libros escritos por mujeres. Para ello utilizaron el hashtag #LeoAutorasOct, que acogía todas sus lecturas, comentarios, recomendaciones, críticas y demás nonadas que soltamos los amantes de los libros.

Por desgracia, no todos los tuiteros compartieron mi entusiasmo. Muchos usuarios, usuarios hombres en su mayoría, criticaron la iniciativa, a pesar de que nadie les había obligado a leer nada ni dado vela en ese entierro. Twitter es así: un hervidero de trols. El comentario más habitual era el siguiente: la calidad literaria no tiene género, no importa si un libro está escrito por un hombre o por una mujer, lo que importa es el valor textual de la obra, etc., ergo no es necesario incentivar la lectura de libros escritos por mujeres. El argumentario continuaba igual de disparatado, se iba poblando de insultos y, cómo no, pronto aparecía la palabra mágica: feminazi.

Avergonzado, pensé que quizás las redes sociales sí son nocivas y que nada bueno sale de ellas. Pero, aliviado, me dije yo no era como esos trols, esos machistas. Yo no insultaba ni despreciaba a las mujeres, yo sabía que desgraciadamente aún estamos lejos de valorar por igual el trabajo de un hombre que el de una mujer. Sin embargo, me bastó repasar mentalmente mis lecturas para darme cuenta de la poca cantidad de mujeres en comparación con hombres. Si tuviera que recomendar un libro escrito por una mujer cada día del mes de octubre, me dije, tendría un problema.

Por eso me propongo llenar este octubre de 2017 de lecturas femeninas. No solo leeré solo mujeres, sino que cada día escribiré una breve nota o comentario recomendando un libro escrito por una mujer. Durante este mes de octubre, leeré, releeré y escribiré sobre libros de mujeres. 31 días de octubre, 31 recomendaciones de autoras.

Lista de lecturas:
1 de octubre. Clara Usón, La hija del Este.
2 de octubre. Belén Gopegui, Lo real.
3 de octubre. Milena Busquets. También esto pasará.
4 de octubre. Margaret Atwood, El cuento de la criada.
5 de octubre. Herta Müller, El hombre es un gran faisán en el mundo.
6 de octubre. Helene Hanff. 84, Charing Cross Road.
7 de octubre. Montserrat Roig, Molta roba i poc sabó... i tan neta que la volen.

jueves, 21 de septiembre de 2017

The Real Rolling Stones

Cuando mueran los Rolling Stones, no acabará una época sino dos o tres. La libertad de expresión, la socialdemocracia, el hedonismo hippy, la Guerra Fría, la descolonización, el auge del neoliberalismo, la caída del Muro de Berlín, el 11-S, la Crisis de los refugiados: los Rolling Stones enterrarán a varias generaciones y unas cuantas mentalidades, terminarán el siglo XX y parte del XXI. Estas Piedras han rodado tanto para llegar hasta esta última gira de su carrera, No Filter.

Algo así intentaba pensar yo durante el concierto de los Rolling Stones en Spielberg, Austria, el pasado sábado 16 de septiembre. A mi alrededor había miles, diezmiles de personas de todas las edades: grupos de amigos más bien entrados en años, parejas puretas de fans incondicionales desde tiempos inmemoriales, familias de dos e incluso tres generaciones: adultos, viejos, jóvenes y niños, abuelos, padres, hermanos, hijos y quién sabe si nietos. También el espectro socioeconómico quedaba bastante cubierto a mi alrededor: por un lado, los que solo habíamos pagado cien euros por la entrada, apretujados en una platea de centenares de metros cuadrados que no era sino un prado extensísimo embarrado; por el otro, los que se sentaban en las gradas laterales y los más pudientes, delante del escenario, de pie en espacios semicirculares compartimentados y cada vez más cercanos a sus Satánicas Majestades. El arquitecto del Red Bull Ring de Spielberg había leído la Divina Comedia de Dante, sin duda. A mi alrededor había austríacos y alemanes, pero también croatas y eslovenos, eslovacos, húngaros, polacos e italianos y algún que otro español y francés, en fin, un buen muestreo europeo con unas cuantas excepciones extracomunitarias. A mi alrededor había fans verdaderos, groupies auténticos desde siempre, y también los que solo venían por el especáculo o por el renombre del espectáculo; seguramente yo pertenecía a este subgrupo, porque en vez de prestar atención a la música iba pensando en estas cosas. Sin embargo, más que el sueldo, el coste de las entradas o las nacionalidades nos diferenciaba el suelo: los que estábamos en el área de general admission no teníamos bajo nuestros pies más que el barro de lo que horas antes había sido mullido césped. La lluvia y los cientos de miles de pisadas habían convertido la pradera en un lodazal. La suciedad en los zapatos o en los pantalones, la altura donde se detenía el marrón: esta era la marca distintiva. Y a más de cien metros de nosotros, alejados del barro, estaban ellos, impecables, intocables: Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts, Ron Wood y quienes los acompañaran. Arriba, las piedras rodantes; abajo y alrededor, el barro.

Y yo seguía sin concentrarme demasiado en la música ni en sus intérpretes, no importaba si tocaban “Simpathy for the Devil”, “Paint it Black” o cualquiera de sus clásicos, ni siquiera las canciones que no conocía conseguían captar mi atención. Debía agradecerles a los Rolling Stones que tocaran estos temas y no los nuevos, por todos desconocidos, pero no podía dejar de preguntarme cómo eran capaces de interpretar una y otra vez la misma canción desde hacía tantos años. ¿Cómo eran capaces de salir a tocar motivados después de tantos conciertos exactamente iguales? ¿Cuál era su secreto para no hartarse de ser los Rolling Stones? Porque su interpretación de los Rolling era impecable, musical y performativamente, a pesar de su vejez. No solo eran los Rolling auténticos sino que los imitaban al pie de la letra: Mick Jagger bailaba y se contoneaba como Mick Jagger, corría por el escenario como Mick Jagger y sacudía extático los brazos en cruz como Mick Jagger. Era una actuación perfecta incluso en su imperfección: en la primera canción los volúmenes de los instrumentos estuvieron descompensados, en otra Mick Jagger saltó al estribillo demasiado pronto y la banda tuvo que adaptarse para seguirlo y durante un par de temas Keith Richards acaparó excesivamente la atención, aburriendo al público. Era un espectáculo calcado a los conciertos que yo había visto en vídeo; no creo que hicieran ningún gesto nuevo ni que improvisaran una nota que no hubieran improvisado antes. Si los Beatles tienen una legión de músicos fans que los reproducen a la perfección, los Rolling se tienen a sí mismos: son la auténtica copia de la copia.

Pero quizás esta impresión de falsificaciones ultrarreales me la dieran las pantallas. Porque yo estuve en el concierto de los Rolling Stones en Spielberg, Austria, el pasado sábado 16 de septiembre, pero a los Rolling Stones casi ni los vi. Casi no los vi en persona, porque estarían a cien o doscientos metros de mí: entre las cabezas del público, asomaban fragmentos de minúsculas figuras que debían de corresponder a tal o cual miembro de la banda. Lo que yo vi eran las cuatro pantallas monumentales que desde detrás del escenario reproducían lo que ahí estaba sucediendo, cuatro macropantallas verticales, cuatro grandes smartphones, que hacían de altavoces visuales: gracias a ellas todos podíamos ver el espectáculo de los músicos. Mick Jagger era un coloso mítico de quince metros de altura a quien las pantallas hacían omnivisible. A veces los cuatro miembros principales aparecían simultáneamente, repartidos uno en cada pantalla; otras veces, solo uno de ellos copaba las cuatro, repetido desde diferentes ángulos; de vez en cuanto mostraban a otros músicos, a los secundarios, si tenían un papel importante en ese instante. Los privilegiados que estaban delante del escenario podían contemplar lo real, casi tocarlo; los menos privilegiados se conformaban con el simulacro. Pero el montaje del simulacro era espectacular: las cámaras captaban la acción desde varios puntos de vista, compenetraban música y músicos y lo sazonaban todo con efectos especiales: blanco y negro o color, formas, animaciones, imágenes, textos y vídeos. La edición era más impresionante que el concierto grabado por Martin Scorcese en Shine a Light (2008), pero el trabajo de los técnicos en Austria era en directo. La gira No Filter ofrecía el espectáculo doble y simultáneo del concierto y de su grabación. Además del barro que cubría nuestros zapatos y pantalones, aquello solo tenía un defecto: el desfase. Había un segundo de retraso entre el audio y el vídeo, quizás incluso menos tiempo, pero suficiente para dar la molesta sensación de que estaban haciendo playback o para recordarte que el concierto real solo sucedía en el escenario.

Mientras veía y escuchaba a los Rolling Stones en sus macropantallas y los intuía en el escenario, recordé “Del rigor en la ciencia”, el relato de Jorge Luis Borges en el que unos cartógrafos realizan un mapa a escala 1:1, es decir, un mapa del mismo tamaño que el territorio y que, por tanto, lo recubre y sustituye. Recordé que Jean Baudrillard dice que en nuestras sociedades de la información hipertecnificadas el simulacro (el mapa) es más real que la realidad (el territorio). Recordé El mapa y el territorio, la novela de Michel Houellebecq donde un artista titula su exposición El mapa es más interesante que el territorio. Recordé al filósofo polaco-estadounidense Alfred Korzybski, que decía que “el mapa no es el territorio”. Borges, Baudrillard y Houellebecq lo confirman a su manera: el mapa no es el territorio sino superior al territorio, las pantallas de los Rolling Stones son muy superiores a los Rolling Stones. Los Rolling Stones son los viejos dioses de American Gods digitalizados por los nuevos dioses, convertidos en un producto de masas reproductible instantáneamente y a gran escala.

La última canción que tocaron en Spielberg, Austria, fue “Gimme Shelter”, que habla de la guerra, de la violencia y de su cercanía; fue compuesta en 1969, en los últimos años de la Guerra de Vietnam, cuando la oposición a esta era total. La letra manda un claro mensaje de paz y amor: la guerra está a solo un disparo de distancia y el amor está a solo un beso de distancia. Mientras los Rolling Stones tocaban, las macropantallas mostraban imágenes de represión policial y guerra, protestas y manifestaciones, hombres y mujeres, blancos y negros, todos en armonía. Pensé que la canción hablaba del presente, de los refugiados en busca de refugio (shelter), de otra guerra mundial a punto de desatarse a causa de nuestros disparatados políticos y del amor como único antídoto contra todo. Luego pensé que aquello era ridículamente infantil: mis pensamientos y las pantallas mostrando esas imágenes. Para acabar, pensé que aquella canción debería llamarse No Shelter y aquella gira, Gimme Filter.